Por: Catalina Ruiz-Navarro
Cuando se creó el Virreinato de la Nueva Granada, en 1739, hubo
una larga discusión en Madrid sobre si la capital de la nueva entidad
político-administrativa debía ser Santafé de Bogotá o Cartagena.
La discusión, como es costumbre, se tomó en abstracto y lejos de las
tierras afectadas. Quienes le iban a Cartagena argumentaron su mayor
contacto con las rutas interoceánicas y con la metrópoli, y que era el
sitio donde realmente se jugaba la soberanía del virreinato. Quienes
argumentaron a favor de Bogotá ganaron con un argumento ridículo que
hasta hoy ha sido política nacional: el miedo al mar.
El argumento
que logró que Bogotá sea la capital de Colombia fue que estaba lejos
del mar, y por lo tanto de cualquier ataque de los ingleses, el lugar
idóneo para preservar las riquezas que con tanto esfuerzo hemos
dilapidado desde entonces. La rivalidad entre las dos regiones: una
central y con la mayoría de la población blanca, que buscaba la unidad
del territorio, y otra costera, incómoda, que varias veces buscó la
secesión, dio lugar a prejuicios más sofisticados sobre el mar que hoy
están enquistados en la base de nuestra cultura. El Sabio Caldas, por
ejemplo, sostenía que la civilización solo era posible en zonas con
determinados climas, y determinadas alturas que solo coinciden con la
región andina. Estas ideas las retoma José María Samper, quien añade que
la civilización es un privilegio de raza blanca, que se concentraba en
Santafé. El miedo al mar era tal que en 1802 el Consulado de Cartagena
compró una moderna imprenta en EE. UU. que nunca pudo usarse porque el
obispo de Bogotá se opuso diciendo que el mar era fuente de pecado: a
través de él llegaban extranjeros, el protestantismo, e ideas ociosas y
lascivas que no merecían ser publicadas.
Es así como se construye
el endémico y prejuicioso centralismo recalcitrante que caracteriza a
Colombia y cuya consecuencia evidente es que en este país todas las
decisiones con trascendencia nacional se tomen en Bogotá, y que mucho de
lo que venga de la provincia se siga viendo como una chabacanería de
gente parda y mestiza. Esta insistencia en mirarse el ombligo ha dejado
desamparadas a todas las provincias colombianas, los Llanos, el
Amazonas, el Chocó, y ese desamparo las ha vuelto tierra fértil para
cultivos ilícitos, narcotráfico y guerrillas. Esto explica que Puerto
Carreño, capital del Vichada y límite oriental de Colombia con
Venezuela, sea un arenero incomunicado en vez de una boyante ciudad
comercial y que una joya como el Archipiélago de San Andrés y
Providencia haya sido relegado a destino de desinhibidas excursiones de
Onceavo Grado para los colegios estrato 6. Esta desidia por los
alrededores se replica tristemente en las élites de las mismas
provincias que cómodamente se desentienden excusándose en la hegemonía
central.
Lo que pasó con San Andrés es la consecuencia de un
problema cultural e histórico. Colombia fue a la negociación confiada en
unos tratados viejísimos y sin consultar siquiera con los
sanandresanos, que solo recibieron una visita presidencial cuando ya era
demasiado tarde para acompañarlos en su lamento. Colombia fue a la
negociación sin saber qué estaba en juego y viendo a los isleños con el
mismo desdén poscolonial con el que gringos y europeos nos miran a
nosotros —patética ironía— e identificando ingenuamente territorio con
tierra. Por eso, antes de darse cuenta de la gigantesca estafa,
aceptaron el veredicto de la Corte, satisfechos de salvar las islas y
olvidando que una isla solo es isla cuando está rodeada de mar.