Los últimos años contemplaron el horrible nacimiento de una
literatura sobre la categoría del tiempo. Programas de radio y piezas
teatrales, seminarios académicos y hasta talk shows se sirven del tema;
el tiempo se convirtió, en cierto modo, en una estrella de los medios.
No es sólo la teoría científica de un Stephen Hawking, físico «pop
star», lo que despierta interés, sino sobre todo el componente cultural y
social del concepto de tiempo, cuya dinámica hace explícito un profundo
malestar de la modernidad al tratar con nociones temporales. Este
problema, aunque no sea nuevo, alcanzó al final del siglo XX una nueva
dimensión. Tiempo, como se sabe, es dinero; por ello el tiempo cumplió
siempre un papel decisivo en el capitalismo. Pero hoy la explotación de
los recursos temporales parece haber llegado a su límite histórico, y es
imposible evitar que el problema del tiempo, ahora acuciante, se
insinúe en la conciencia social.
La reflexión filosófica decisiva sobre el concepto moderno de tiempo,
válida hasta hoy, se encuentra en Immanuel Kant (1724-1804). Kant
descubrió que el espacio y el tiempo no son conceptos que se refieran al
contenido del pensamiento humano, sino que constituyen las formas a
priori de nuestra capacidad de percibir y pensar. Podemos conocer
únicamente el mundo bajo las formas de tiempo y espacio que están
inscritas en nuestra razón, anteriores a todo conocimiento. Pero Kant
define esas formas de tiempo y espacio de un modo absolutamente
abstracto y ahistórico, válido igualmente para todas las épocas,
culturas y formas sociales. Tiempo, para él, es «la temporalidad pura y
simple», sin ninguna dimensión específica, ya que espacio y tiempo son
«formas puras de la intuición». En la visión kantiana, por tanto, el
tiempo es un flujo temporal abstracto, sin contenido y siempre uniforme,
cuyas unidades son todas idénticas: «Tiempos diferentes son sólo partes
del mismo tiempo».
Ciclos cósmicos
La investigación histórica y cultural ha descubierto desde hace mucho
que esa definición de la experiencia y de la percepción del tiempo no
es sostenible. Se reconoció, antes que nada, que las culturas agrarias
premodernas no pensaban en un tiempo lineal uniforme, sino en un tiempo
cíclico en ritmos temporales de constante repetición, regulados según
los ciclos cósmicos y de las estaciones.
Si el tiempo es una forma inscrita a priori en la capacidad
cognoscitiva humana, no es menos cierto que a esa forma subyace un
cambio histórico y cultural. Las investigaciones más recientes sobre las
diferentes culturas del tiempo han confirmado este descubrimiento. En
todas estas culturas, no afectadas por la modernidad capitalista, el
tiempo no sólo «transcurre» de modo distinto; aparte, existen formas
completamente diferentes de tiempo que transcurren paralelamente y cuya
aplicación varía de acuerdo con el objeto o con la esfera de la vida a
la que se refiere la percepción temporal: «Cada cosa tiene su propio
tiempo».
La revolución capitalista consistió esencialmente en desvincular la
llamada economía de todo contexto cultural, de toda necesidad humana. Al
transformar la abstracción social del dinero, antes un medio marginal,
en un fin en sí mismo de carácter tautológico, la economía autónoma
invirtió también la relación entre lo abstracto y lo concreto: la
abstracción deja de ser la expresión de un mundo concreto y sensible, y
todos los nexos concretos y todos los objetos sensibles cuentan tan sólo
como expresión de una abstracción social que domina la sociedad bajo la
figura reificada del dinero. La sujeción de las actividades culturales,
hasta entonces concretas, a la abstracción del dinero fue lo que
posibilitó convertir la producción en «trabajo» general abstracto, cuya
medida es el tiempo. Sin embargo, ese tiempo ya no es el tiempo
concreto, cualitativamente diverso según sus relaciones, sino el flujo
temporal abstracto de la acumulación capitalista, como Kant ya
presupusiera ciegamente.
Esta dictadura del tiempo abstracto, llevada a cabo por el mecanismo
de la competencia anónima, creó para sí el correspondiente espacio
abstracto, el espacio funcional del capital, separado del resto de la
vida. Surgió así un tiempo-espacio capitalista, sin alma ni rostro
cultural, que comenzó a corroer el cuerpo de la sociedad.
El «trabajo», forma de actividad abstracta y encerrrada en ese
tiempo-espacio específico, tuvo que ser depurado de todos los elementos
disfuncionales de la vida, a fin de no perturbar el flujo temporal
lineal: trabajo y morada, trabajo y vida personal, trabajo y cultura,
etc., se disociaron sistemáticamente. Sólo así fue posible que naciera
la separación moderna entre horario de trabajo y tiempo libre.
Aunque ya no nos demos cuenta de ello, lo que se dice implícitamente
es que el tiempo de trabajo es tiempo sin libertad, un tiempo impuesto
al individuo (en el origen hasta por la violencia) en provecho de un fin
tautológico que le es extraño, determinado por la dictadura de las
unidades temporales abstractas y uniformes de la producción capitalista.
Tiempo muerto y vacío
A pesar de consumir la mayor parte del tiempo diario, la abrumadora
mayoría de los que trabajan no sienten el tiempo de trabajo como tiempo
de vida propio, sino como tiempo muerto y vacío, arrebatado a la vida
como en una pesadilla. Desde el punto de vista del espacio y del tiempo
capitalista, inversamente, el tiempo libre de los trabajadores es tiempo
vacío y de ninguna utilidad.
Como este fin tautológico, que escapa a todo control, tiene como
principio eliminar cualquier límite que lo contenga, existe en el
capitalismo una fuerte tendencia objetiva a minimizar el tiempo libre o
por lo menos a racionarlo austeramente. De ahí la paradoja de que las
personas en el mundo moderno tengan que sacrificar mucho más tiempo
libre a la producción que en las sociedades agrarias premodernas, a
despecho del gigantesco desarrollo de las fuerzas productivas.
Este absurdo se revela tanto en el aspecto cuantitativo como en el
cualitativo. En la Antigüedad y en la Edad Media, a pesar del nivel
técnico inferior, el tiempo de producción diaria, semanal o anual era
mucho menor que en el capitalismo. Como la religión tenía primacía sobre
la economía, el tiempo de las fiestas y de los rituales religiosos era
más importante que el tiempo de la producción; había innumerables días
festivos, que en gran parte fueron abolidos en el camino de la
modernización. Además, las sociedades agrarias de la vieja Europa se
caracterizaban por enormes disparidades estacionales en el volumen de
actividades. Las épocas más calurosas del año absorbían las tareas,
dejando a la población campesina un invierno relativamente calmo,
utilizado muchas veces para la celebración de las festividades privadas
de las que nos dan noticia algunas canciones populares.
La población artesana de las ciudades estaba menos estructurada por
las diferencias estacionales, pero en compensación sus días de trabajo
en los talleres eran reducidos. Documentos británicos del siglo XVIII
dan cuenta de que los artesanos libres trabajaban sólo tres o cuatro
días por semana, según la voluntad y la necesidad. Era costumbre
extender el fin de semana al lunes. La historia de la disciplina
capitalista es también la historia de la lucha encarnizada contra ese
«lunes libre», que sólo de a poco fue eliminado con penas draconianas y
que aún se puede encontrar en algunas regiones en pleno siglo XX (hay
peluqueros que lo mantienen hasta el día de hoy).
Todavía más evidente es la diferencia cualitativa entre tiempo de
producción capitalista y premoderno. El nivel poco elevado de las
fuerzas productivas del sector agrario redundó en muchos
constreñimientos (por ejemplo, tradiciones limitadas y lazos de
consanguinidad) y algunas veces en problemas de abastecimiento (por
ejemplo, cosechas arruinadas). Pero el objetivo de la producción,
incluso con medios modestos, no era un fin tautológico abstracto como
hoy, sino el placer y el ocio. Este concepto antiguo y medieval del ocio
no debe ser confundido con el concepto moderno de tiempo libre. Ello
porque el ocio no era una parcela de la vida separada del proceso de
actividad remunerada, sino que más bien estaba presente, por así decir,
en los poros y en los intersticios de la propia actividad productiva.
Mientras la abstracción del tiempo-espacio capitalista no había
escindido aún el tiempo de la vida humana, el ritmo de esfuerzo y
descanso, de producción y ocio transcurría en el interior de un proceso
vital amplio y abarcador.
En un sistema de identidad entre producción, vida personal y cultura,
aquello que hoy tal vez nos parezca formalmente una jornada de trabajo
de 12 horas no significaba 12 horas de actividad tensa, bajo el control
de un poder económico objetivado. Ese tiempo de producción estaba
atravesado por momentos de ocio; había, por ejemplo, largas pausas,
sobre todo para el almuerzo, que se extendían a horas de comida
comunitaria, una costumbre que se preservó durante más tiempo en los
países mediterráneos que en el norte, hasta ser obligada a ceder espacio
al ritmo del flujo de trabajo abstracto de la industrialización
capitalista.
La actividad productiva precapitalista, aparte de estar impregnada
por el ocio, también se caracterizaba por estar menos concentrada, es
decir que era más lenta y menos intensiva que hoy. En una actividad
autodeterminada, sin la presión de la competencia, este ritmo moderado
del acto productivo revela claramente la manera «natural» del
comportamiento humano.
Hoy ya no conocemos ese modo de actuar; bajo la imposición silenciosa
de la competencia de mercados anónimos, la jornada de trabajo moderna,
degradada funcionalmente, se volvió cada vez más condensada; primero por
la cadencia mecánica y, después, por el modo perfeccionado de consumir
la energía vital con el auxilio de la llamada racionalización. Desde que
el ingeniero norteamericano Frederick Taylor (1856-1915) desarrolló a
comienzos del siglo XX la «ciencia del trabajo», empleada por primera
vez a gran escala en las fábricas de automóviles de Henry Ford
(1863-1947), los métodos de esta «racionalización del tiempo» no dejaron
ya de ser refinados y se inculcaron profundamente en el cuerpo social.
Un joven neurótico
El carácter absurdo de esta concentración monstruosa del
tiempo-espacio capitalista ya no es consciente para nosotros. Taylor era
un neurótico que, cuando joven, contaba compulsivamente sus pasos. En
Alemania, la concentración del tiempo de trabajo fue legitimada por la
unión científica con los llamados «energéticos», cuyo líder, Wilhelm
Ostwald (1853-1932), en cierto modo fundamentó filosóficamente la praxis
de Taylor y Ford con un «imperativo energético».
Esta máxima dice sin rodeos: «¡No desperdicie energía, utilícela!»,
con total abstracción e independencia de las necesidades concretas.
¡Como el universo tal vez sucumba en diez millones de años a la completa
entropía por falta de «energía libre», en rigor sería un desperdicio
pasear «sin propósito» o permanecer mucho tiempo en el cuarto de baño!
El carácter neurótico de este pensamiento, que representa la neurosis
objetivada de la racionalidad empresarial y su lógica de la «economía de
tiempo», parece llegar al límite de la paranoia al final del siglo XX.
En nombre de la tautología capitalista, esta lógica insensata tiene
como resultado «condensar» cada vez más espacio en las unidades
idénticas del flujo temporal abstracto. Se trata, por tanto, de un
sistema de aceleración permanente y sin sentido. El estribillo universal
sobre «nuestro mundo en rápida transformación» tiene como base una
paranoia universal objetivada, que el filósofo Paul Virilio, con
pertinencia, definió como «inercia a toda velocidad» y describió en sus
paradojas: «Arrebatados por la fuerza monstruosa de la velocidad, no
vamos a lugar alguno, nos contentamos con la tarea de vivir en beneficio
del vacío de la velocidad».
Pero Virilio comete el mismo error de otros teóricos de la absurda
aceleración desde el comienzo de la industrialización: en un
inmediatismo equivocado, vincula la concentración del tiempo a la
tecnología, sin tener en cuenta la forma histórica del tiempo-espacio
capitalista. Sin embargo, no es la tecnología en sí la que dicta la
necesidad de una aceleración vacía; se puede muy bien desenchufar las
máquinas o hacerlas funcionar más lentamente. En realidad, es el vacío
del tiempo-espacio capitalista, separado de la vida y sin lazos
culturales, el que impone a la tecnología una estructura determinada y
la transforma en un mecanismo autónomo de la sociedad, imposible de ser
desconectado.
Vacío de la aceleración
La desproporción grotesca entre un aumento permanente de las fuerzas
productivas y un aumento igualmente constante de la falta de tiempo
produce en los propios espíritus acríticos cierto malestar. Pero, como
la forma del tiempo capitalista parece intocable en el espacio funcional
del trabajo abstracto, la esperanza de las personas en el siglo XX se
concentró cada vez más en el tiempo libre, que, según teóricos como Jean
Fourastié o Daniel Bell, tendría una expansión continua.
Esta esperanza, sin embargo, fue doblemente frustrada. Con la
transformación del tiempo libre en un consumo de mercancías en
crecimiento constante, el vacío de la aceleración fue capaz de tomar
posesión de lo que aún quedaba de vida; las formas raquíticas de
descanso fueron sustituidas por un hedonismo furioso de idiotas del
consumo, un hedonismo que comprime el tiempo libre de la misma forma
que, antes, el horario de trabajo. Por otro lado, esa misma lógica
paranoica de la «economía (empresarial) de tiempo» transforma la
ganancia de productividad de la tercera revolución industrial en una
nueva relación desproporcionada. El resultado no es, como se esperaba,
más tiempo libre para todos, sino una aceleración aún mayor dentro del
tiempo-espacio capitalista, para unos, y un desempleo estructural
masivo, para otros.
Desempleo en el capitalismo, sin embargo, no es tiempo libre, sino
tiempo de escasez. Los excluidos de la aceleración vacía no ganan en
ocio, sino que son definidos más bien como no-humanos en potencia. Así,
después de la utopía del trabajo, fracasó también la utopía del tiempo
libre. No es por medio de una expansión del tiempo libre orientado hacia
el consumo de mercancías que el terror de la economía sin frenos puede
ser contenido, sino solamente por medio de la absorción del trabajo y
del tiempo libre escindidos en una cultura abarcadora, sin la saña de la
competencia. El camino hacia el ocio pasa por la liberación de la forma
temporal capitalista.
Este artículo se publicó en 1999 en el periódico brasileño 'Folha
de São Paulo'. Traducción del alemán al portugués, de José Marcos
Macedo. Traducción del portugués al español: Round Desk.
http://grupokrisis2003.blogspot.com/
Otro análisis sobre el tema en La Haine:
La expropiación del tiempo en el capitalismo actual
Renán Vega Cantor