Siniestras confesiones de 'El Médico' del Bloque Sur del Putumayo
El hombre estaba ahí para que los
enfermeros aprendieran cómo se cogían los puntos, cómo se canalizaban
venas, cómo se tomaban los signos vitales. “Colabore y se le perdona la
vida, todo es un experimento”, le dijeron. Asumieron su silencio como un
“sí”. Lo canalizaron y lo suturaron 11 veces, le pusieron anestesia
local en cada lugar donde lo cortaban y le taparon la cara para que no
viera cómo iban desfigurando su cuerpo de a pocos. Consciente, no musitó
palabra sino para pedir agua. Luego le pusieron una toalla sobre el
rostro, le taparon la nariz y la boca, y lo asfixiaron. De remate, le
abrieron el abdomen “para enseñarles a los muchachos cómo se tenía que
arreglar un cadáver”.
En más de una ocasión Edwin Alberto Romero
Cano protagonizó estas escenas. Su alias era El Médico, porque eso era
lo que hacía: curar. O, al menos, eso era lo que afirmaba que sabía
hacer. Portaba un carné falso, tenía un recetario membreteado con el que
despachaba fórmulas bajo el nombre de Jorge Camilo Álvarez y, según él,
nunca hizo una prescripción errada, nadie falleció en su dispensario y
jamás pensó que era un riesgo para la comunidad, a pesar de que su
somero currículo indicaba que terminó la primaria con 15 años de edad en
el corregimiento San Rafael del Pirú (Valencia, Córdoba) y luego hizo
un curso de primeros auxilios en la parroquia San José, del municipio de
Tierralta, en 1987.
En 1993, con 22 años, se incorporó al
Ejército para prestar servicio militar y allí permaneció tres años.
Portaba el camuflado cuando el conflicto entró a su casa: uno de sus
tíos fue asesinado por, él asegura, guerrilleros. “Le pedí el favor al
mayor López, que era el comandante de ese batallón, para hacer justicia y
él dijo que no”, le contó El Médico a la Fiscalía. “¿A qué se refería,
señor postulado?”, inquirió la fiscal que lo oía. “Ejecutarlos”,
escupió. Pero el mayor no dio su brazo a torcer y Romero resolvió buscar
a los ‘paras’. Sabía dónde encontrarlos: en un negocio en San Pedro de
Urabá que portaba el mismo nombre del caserío en el que habían masacrado
a 28 campesinos en 1988, Mejor Esquina.
Instructor de enfermeros
En
el Ejército El Médico hizo otro curso de primeros auxilios. Esa
formación fue suficiente para que los ‘paras’ que reclutaban en Córdoba
lo pusieran a trabajar como médico de combate. Se lo llevaron para
Necoclí (Antioquia) y después, por el río Atrato, para Unguía (Chocó).
Lo dotaron con un fusil R-15, munición, un equipo de campaña, una
hamaca, una cantimplora, un poncho, dos camuflados, un par de botas
pantaneras y un botiquín de primeros auxilios. “Mi función era
suministrarle medicamento cuando había un enfermo con dolor de cabeza,
vómito, diarrea, en los combates tratar los heridos (...), cuando veía
que verdaderamente las personas estaban necesitadas, había también que
improvisar el conocimiento”.
En 1998 pasó a formar parte de la
‘Casa Castaño’ y, un año más tarde, fue delegado para entrenar
enfermeros de combate en la Escuela de Entrenamiento Acuarela,
localizada en la vereda San Pablo, de San Pedro de Urabá. En febrero de
2000 fue enviado junto con 20 hombres elegidos por él mismo para el
Putumayo, en donde ejerció como segundo comandante militar del bloque
Sur de Putumayo (BSP) y ya en marzo El Placer —una de las siete
inspecciones de Policía que conforman el municipio del Valle del
Guamuez— era su hogar. El comandante del bloque, llamado Antonio Londoño
Jaramillo, pero más conocido como Rafa Putumayo le ordenó establecer
una “semiclínica”, y así procedió.
‘Que nunca lo encontraran’
“En
el mes de abril de 2000 los urbanos me llevan un muchacho, por orden
del comandante militar de El Placer, para que hiciera práctica con los
que estaban haciendo curso. Se le dice lo mismo, que si colabora se le
perdona la vida. La víctima se acuesta en una camilla. Le colocan
solución salina y una inyección de Valium para que se relaje. Se
canaliza. Se coloca anestesia en una pierna y se enseña cómo se hace una
sutura interna y una sutura externa. Después de esto se asfixia.
También se empezó el mismo procedimiento, se rajó el abdomen, igualmente
la cabeza. El cuerpo de la víctima es trasladado entre todos los
enfermeros hacia el río Guamuez. La intención era que la familia nunca
lo encontrara”.
La vida en El Placer
Desde
la llegada de los paramilitares al Putumayo no había una hoja que se
atreviera a caer del árbol del que colgaba sin su consentimiento. Cada
ocho días un médico pasaba revista sobre las mujeres de los burdeles y
certificaba si estaban sanas; las enfermas tenían que irse y sólo podían
volver cuando sanaran y ya no pudieran infectar a ningún combatiente.
En El Placer sólo había dos teléfonos y cada habitante estaba autorizado
para hacer llamadas de diez minutos; por eso, el día que una joven
cuestionó a un ‘para’ que habló durante más de media hora, ella firmó su
sentencia de muerte: el paramilitar soltó el teléfono, la montó a su
camioneta, se la llevó para el río y la ejecutó.
Los moradores de
esta inspección sabían que ningún bar podía estar abierto a las 2:01 de
la madrugada, que ningún carro podría estar en movimiento después de las
9:00 de la noche, que los “rateros”, los “marihuaneros” y los
“bazuqueros” no eran bienvenidos, que los violadores serían ejecutados,
que los ‘paras’ según sus estatutos no podían reclutar niños, pero igual
lo hacían. Las señaladas de brujas también estaban en la mira y así
murió una mujer de la región: la acusaban de practicar hechicería y
magia negra, de mantener culebras en la casa y, lo peor, de haber vuelto
loca a una niña. “Entonces se dio la orden de que la ejecutaran (...)
estaba perjudicando a la misma población civil”, relató El Médico.
‘Tenían que morir’
Era
una orden: esos combatientes tenían que morir. A uno, una bomba le
había destrozado la cara, las manos y parte del tórax. “Ya no se
salvaba, entonces, para que dejara de sufrir, don Rafa sí dijo que mejor
lo terminaran de rematar”, contó El Médico. Otro resultó en el
dispensario por cuenta de un accidente en moto. “Se partió todo, también
dieron la orden de que lo remataran porque ya no servía para nada”. El
tercer ‘encargo’ fue un hombre que tenía problemas con Rafa Putumayo y a
El Médico le pidieron que lo matara, pero que pareciera un accidente. Y
así se hizo. Le aplicó un par de inyecciones y lo montó en un carro que
se volteó y se fue al río. La víctima ya iba sin vida.
“¿La
cúpula de las autodefensas del Putumayo alguna vez le solicitó la
práctica de abortos?”, le preguntó la fiscal. “El comandante Enrique
—atinó a responder Romero—. Me dio la orden para que le practicara el
aborto a la mujer de él, una muchacha que había conseguido en Puerto
Asís, ella como que estaba embarazada de otro muchacho. Yo le dije que
no porque ya tenía como cuatro meses, hablé con un doctor y él fue el
que le hizo el aborto”. Mary, una integrante de las Auc, lo buscó con el
mismo propósito, pero ya iba en el séptimo mes de gestación. “Yo le
dije que lo tuviera y lo regalara mejor. Incluso yo le atendí el parto,
era una niña”. La pequeña terminó en manos de una mujer de Nariño.
Una idea que vino de lejos
“¿Por
qué lo hace usted en el Putumayo si no fue una instrucción de la ‘Casa
Castaño’?, cuestionó la fiscal, intrigada por la génesis de la idea de
enseñarles a los enfermeros ‘paras’ procedimientos médicos con personas
vivas. “Eso se hizo por un video que estuvimos viendo una vez —reconoció
El Médico—. No sé si era de Afganistán, algo así. Empezamos a hacer
esto, sabíamos que (la víctima) se iba a ejecutar y con ella entonces
(practicábamos) cómo hacer una sutura interna, cómo hacer una sutura
externa, cómo hacer una necropsia, cosas así por el estilo, doctora”.
Hizo énfasis, sin embargo, en que desmembrar víctimas no era su orden ni
su instrucción: “Cuando yo llegué ya acostumbraban a eso”.
Un gran proyecto
Para
la época en que Romero Cano se ubicó en El Placer ya entonces operaban
en esa región unos 90 paramilitares. La misión de El Médico era
establecer una clínica, y con algunos ‘paras’ se fue por la región a
buscar apoyo para su empresa. Los comerciantes, las farmacias, incluso
el Hospital de La Hormiga le colaboraron. “Uno no sabe si ayudaban por
miedo”, expresó. El Médico se presentaba como comandante ‘para’ y, a
renglón seguido, explicaba su pretensión de “formar una pequeña
semiclínica”. Recibió camillas, equipos quirúrgicos, estanterías y otros
tantos elementos igual de útiles.
En ese centro, situado en una
casa abandonada pero con dueño, terminó atendiendo cuanto caso se le
atravesara con la ayuda de un doctor ecuatoriano. Lo que no podía
resolver lo enviaba a La Hormiga. Escogía como candidatos a enfermeros
sólo a quienes supieran leer y escribir, y tuvieran la voluntad y la
valentía necesarias para no palidecer ante la sangre. Atendió partos con
la misma diligencia con la que les explicó a sus discípulos cómo
atravesar una aguja sobre la piel de una persona y cómo asfixiarla
luego, o cómo hacerse cargo de abortos ordenados por comandantes
paramilitares. Todos esos crímenes los ha admitido El Médico en Justicia
y Paz, revelando además el nombre que, según él, era el adecuado para
su dispensario: Centro Clínico la Amistad.
En Twitter: @dicaduran
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