La masacre de Trujillo en el Valle del Cauca acabó con la vida de
más de 300 personas, sacrificadas por narcotraficantes y miembros de la
fuerza pública, y entonces a nadie le importó el exterminio
Si no fuera por el magnífico libro del
Centro de Memoria Histórica Una tragedia que no cesa y por la obra de
teatro El deber de Fenster, que recreó con fortuna la penosa página del
horror que sacudió durante cuatro años a Trujillo, el asunto estaría
sepultado.
La justicia ha resultado impotente para llevar a los
estrados a los responsables de esta pavorosa tragedia. El principal
testigo de esta ordalía también fue desaparecido, pero eso no incomodó a
nadie. Más grave aun es que el mayor del Ejército Alirio Antonio Urueña
Jaramillo, condenado como uno de los autores materiales, no ha sido
capturado, y no parece que haya esfuerzos de las autoridades por
detenerlo.
Todo lo anterior preocupa, pero indigna más saber que a
pocas cuadras del parque que en Trujillo se construyó, dizque para que
no se olvidara lo sucedido, fue asesinada Alba Mery Chilito, una mujer
humilde, cuyo periplo y trágico final deberían de tener conmovida a la
nación entera.
Alba Mery padeció el drama de perder a su hija y a
su yerno por cuenta de los violentos que se apoderaron de la región.
Ella no se amilanó y asumió el peligroso reto de liderar las protestas y
reclamos de los muchos deudos que dejó este período del terror que
vivió Trujillo. Esa actitud enhiesta la hizo notoria y respetable, al
punto de convertirse en una reconocida y respetada dirigente cívica. En
esa condición batalló por obtener la reparación de los inmensos daños
que sufrieron muchos como ella, pero además entregó su vida a educar a
un nieto que ahora nuevamente queda desamparado por esa ola de
violencia.
En esas andaba Alba Mery cuando el pasado 7 de febrero,
después de dejar en el colegio a su nieto, fue acribillada a plena luz
del día. Se murió sin ver tras las rejas a los asesinos de su hija y su
yerno, sin haber recibido la justa reparación económica a la que tenía
derecho por los daños y el dolor padecidos, y seguramente se fue también
con la angustia de dejar solo a ese nieto que tendrá que crecer para
que alguien un día le cuente que a sus padres y a su abuela los
asesinaron impunemente.
El crimen de Alba Mery es una afrenta
nacional. Si aquí existiese la solidaridad, pero sobre todo el
sentimiento de vergüenza, este asesinato tendría que haber sacado a las
gentes a las calles para que protestaran y reclamaran justicia. ¿Dónde
estaban las autoridades a la hora de ese vil homicidio? ¿Dónde están
ahora, después del sacrificio de esta pobre mujer?
Es evidente que
los criminales que hace unos años sembraron la muerte en las calles y
campos de Trujillo aún andan sueltos y protegidos por alguien poderoso,
tanto que están decididos a aniquilar a quien se atreva a denunciarlos o
identificarlos. Eso fue lo que pasó el 7 de febrero, cuando por la
espalda acabaron con la existencia de una mujer cuyo único pecado fue
reclamar justicia ante la hecatombe en la que los delincuentes
transformaron para siempre su vida. Y tampoco en esta ocasión nadie vio
nada.
La noticia de este atentado macabro que jamás debió ocurrir
después de la dolorosa masacre de Trujillo, quedó extraviada entre el
boato de la fiesta de coronación del procurador, el nacimiento del
primogénito de Shakira y otras buenas nuevas de la farándula y la
hipocresía criollas. Esta es Colombia. No hay salvación.
Adenda.
La contralora Morelli sostuvo en La W que su vicecontralor, Carlos
Felipe Córdoba Larrarte, oriundo de Pereira, se declaró impedido en todo
lo que se relacione con esa ciudad. Pero, entonces, ¿cuál es la razón
para que ese pereirano ilustre aparezca viajando tres veces a Pereira en
los aviones de la Policía puestos al servicio de la contralora?
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