Héctor José Arenas A.
En solidaridad con Ricardo Calderón
y todos los periodistas que insisten
en aportar verdades a una sociedad que las precisa…
“Obras con escaso corazón y excesivo intelecto no irradian bendiciones”
“La mentira puede correr cien años, pero la verdad la alcanza en un día”
En
1985 se publicó en Colombia el libro "La guerra por la paz", la
compilación de artículos del periodista Enrique Santos Calderón
publicados en el diario El Tiempo entre 1982 y 1984, analizando semana a
semana la itinerancia imprevisible del proceso de paz iniciado con la
administración de Belisario Betancourt. Esta serie extraordinaria de
textos que pulsaban el acontecer de la época tiene una formidable
potencia esclarecedora al leerla con la perspectiva que brindan los
treinta años transcurridos desde su redacción y complementarla con las
revelaciones que nos han permitido un mejor entendimiento de lo
sucedido.
El prologo de Gabriel García Márquez “¿A quién le cree
el Presidente?” puede ser revisado junto a otro escrito premonitorio de
Gabo escrito en ese mismo tiempo: “En qué país morimos”. En esos años
Solzhenitsin había señalado que la violencia sólo puede ser ocultada por
la mentira y la mentira sólo puede mantenerse por la violencia. La
mirada serena hacia ese abrazo mortal que constituye nuestro pasado
reciente, íntimamente unido a nuestros días e inmediato porvenir, puede
elevar la comprensión sobre las circunstancias que enfrentamos como
colectividad brutalmente golpeada por una confrontación armada que ha
cumplido cincuenta años, atrapada en la violencia social que se incuba
en la miseria material y espiritual, y sometida a un proceso
inmisericorde de confusión dirigido a velar la verdad sobre la dinámica
que engendró y sostiene a los más altos promotores del exterminio , la
guerra, y la perpetuación de la miseria disfrazada de progreso y
crecimiento.
¿Cómo se ha podido doblegar, hasta ahora, el anhelo
profundo y común de una nación conmocionada por los espantos de la
guerra? Otto Morales Benítez renunció a la presidencia de la Comisión de
Paz en una carta dirigida a Betancourt el 25 de mayo de 1983, cuando
aún no se había cumplido un año del ejercicio presidencial que se
inauguró clamando por no derramar ni una gota de sangre más sobre el
suelo patrio. En esa misiva Morales Benítez señaló:
“Sé
que aún le falta a su gobierno una tarea muy exigente. La más
apremiante, es rechazar el escepticismo, y a veces el pesimismo
beligerante, que se apodera de todos. Y combatir contra los enemigos de
la paz y de la rehabilitación, que están agazapados por fuera y por
dentro del gobierno. Esas fuerzas reaccionarias en otras épocas
lucharon, como hoy, con sutilezas contra la paz, y lograron torpedearla.
Por ello nunca hemos salido de ese ambiente de zozobra colectiva.”
En
la columna publicada el 5 de junio de 1983, Enrique Santos se refirió a
la renuncia de Otto Morales y a los enemigos agazapados de la paz a los
que había hecho alusión:
“ …no se requiere mayor
imaginación para identificarlos. Basta repasar los últimos editoriales y
discursos del ministro de defensa o releer las declaraciones de los
generales Lema o Matamoros, o recordar la célebre reunión que, cuando se
comenzó a debatir el proyecto de amnistía, convocaron los altos mandos
con directores de medios informativos para expresar su profunda
inconformidad y escepticismo frente a dicha ley”.
Enrique
Santos identificaba una parte de esos “enemigos agazapados de la paz”
en la cúpula militar. Pero su análisis de ese sector opuesto a la paz no
alcanzó a contemplar a los organismos de seguridad estadounidenses
encargados de Colombia en el marco de la revolución conservadora
impulsada por el gobierno de Reagan. El director de la CIA durante el
gobierno de Jimmy Carter: Stanfield Turner, que privilegiaba, en
consonancia con la administración, el respeto a los derechos humanos,
había sido reemplazado por William Casey, encargado de organizar la
guerra secreta contra el régimen sandinista.
El 20 de enero de
1981, Ronald Reagan, se había posesionado como presidente de los Estados
Unidos y George H.W. Bush fue su vicepresidente. El 19 de julio de 1979
la Junta Sandinista, después de derrocar la dictadura de Anastasio
Somoza, había iniciado el gobierno revolucionario en Nicaragua. El
gobierno de Reagan, recién posesionado, emprendió una brutal ofensiva
contra el régimen sandinista sindicándolo de apoyar a la guerrilla
salvadoreña y contagiar Centro América con el fuego revolucionario.
Desde
1982, William Casey organizó una empresa dirigida a financiar y apoyar
de manera subrepticia a la contra nicaragüense; la cámara demócrata del
congreso estadounidense se negaba a aprobar la ayuda oficial para
derrocar el régimen sandinista. Duane Claridge, Director de la División
América de la CIA, tuvo a su cargo la conducción de la guerra en América
Central, y en noviembre de 1981 se entrevistó en Buenos Aires con el
Comandante del Ejército Argentino Leopoldo Galtieri para pasar de la
cooperación bipartita entre Honduras y la Argentina de los generales
frente al sandinismo, a la cooperación tripartita con participación de
la CIA. Las finanzas de esta guerra secreta provinieron en parte de los
acuerdos con el cartel de Medellín que pudo transportar cocaína hacia
los Estados Unidos mientras un porcentaje de las utilidades era derivado
hacia los pertrechos para la contra. Este precedente funesto catapultó
en Colombia los vínculos entre el paramilitarismo, el narcotráfico y las
relaciones con sectores dirigentes del Ejército y la política.
La
guerra sucia soportada en una narco economía y una economía del
desplazamiento y el despojo, fue convertida en una avalancha contra
personas, familias y organizaciones sociales desarmadas y estigmatizadas
como “comunistas” o “integrantes de la guerra política” o
“simpatizantes de la guerrilla”, un rumbo que convirtió a Colombia en
una nación de víctimas y verdugos, y en un pueblo sometido a un
descomunal proceso de degradación.
Resulta significativo que
treinta años después aún no sea de dominio público el entramado de
intereses que convergieron en un proceso que hirió gravemente la
legitimidad estatal, carcomió la médula ética de una parte indeterminada
de la insurgencia, y arrojó a uno de cada siete colombianos al
destierro, al sicariato, a la prostitución de los cuerpos y las mentes,
al tráfico de mujeres, a la guerra contra los niños descrita por José
Martin Medem, a la mentira y la estupidización como forma de devengar
salario, a la corrupción de amplias y decisivas franjas del estado en
sus diversos niveles y ramas.
Aún no hay una conciencia colectiva
sobre el vasto proceso de degradación y horror que enquistó en las
estructuras de seguridad estatales a poderosos organismos mafiosos que
todavía conservan su capacidad de burlar la Constitución, las leyes y la
justicia. Este hecho repercute negativamente en las imágenes
institucionales y en la eficacia de las entidades que integran la
seguridad oficial pues, entre otras consecuencias, vela en la mirada y
en la confianza, nacional e internacional, la existencia de un
extraordinario sector ético que se ha negado a convertirse en asalariado
del narcotráfico y en entidad criminal. Además, la permanencia de estos
organismos mafiosos al interior de la seguridad estatal se traduce en
la continuidad del narcotráfico como fuerza de colosal poder corruptor
nacional e internacional, y significa una amenaza imposible de aceptar
para la garantía de no repetición del exterminio de la izquierda
democrática y la organización popular en el proceso de paz.
En
1988, el senador John Kerry desafió al gobierno de Reagan y publicó el
Informe Kerry en el que expuso el seguimiento a la investigación
adelantada por los periodistas Barger y Parry de Associated Press
quienes revelaron en 1985 la forma como la Contra nicaragüense se
financiaba introduciendo cocaína en los Estados Unidos con la
aquiescencia y el respaldo de la CIA.
“…la guerra
de los Contras estaba infiltrada por traficantes de droga quienes les
suministraban dinero, armas y equipo a cambio de ayuda para introducir
cocaína a los Estados Unidos. Más condenable aún, fue la revelación de
Kerry de las agencias de gobierno en Estados Unidos estaban al tanto de
la conexión Contra-drogas, pero optaron por obviar la evidencia para no
menoscabar una de las principales iniciativas de la política externa de
la administración Reagan-Bush.” Robert Parry http://www.confidencial.com.ni/archivo/2004-412/elecciones2-412.htm
Para
los carteles del narcotráfico en Colombia este hecho significó obtener
una licencia clandestina de exportación que se tradujo en pasar de
exportar en 1981 cincuenta toneladas, a exportar en 1986 más de ciento
cincuenta toneladas. Al mismo tiempo, el aparato que García Márquez
denominó “el engendro tentacular del Magdalena Medio” se fortaleció e
inició su expansión geográfica y el proceso de captura del Estado
colombiano. El proceso de paz iniciado por Belisario Betancourt, acogido
por las Farc y el M 19, fue condenado al fracaso, sin que lo
supiéramos, porque la guerra abierta, la guerra sucia, y el exterminio
se retroalimentaban con la economía ilegal y del despojo que fue
establecida. La paz no le servía a esa economía criminal que arrojaba
enormes utilidades en poco tiempo.
En el país, prosperó junto a
la narco economía y la edificación del narco estado, una cultura
traqueta con valores mortíferos para un tejido social. El auge de la
producción de C17H21NO4 en el país, condujo a la creación de un mercado
interno para la cocaína y el bazuco. Mientras los jóvenes ignoraban todo
acerca de las milenarias culturales andinas, amazónicas y de la sierra
nevada con relación a su uso de la hoja de coca, centenares de miles
fueron arrasados por la adicción a estas substancias. La magnitud de las
finanzas entrelazadas del narcotráfico, el lavado de activos, las
armas, el tráfico de mujeres y las corporaciones multinacionales que
requerían seguridad armada en sus territorios de explotación, alcanzó
cifras capaces de decidir el control del Estado no sólo en Colombia,
sino en el corazón mismo de las potencias consumidoras.
El
Informe del senador John Kerry en 1989, enfrentó el colosal poder de
Reagan y George H.W. Bush, su valerosa denuncia desnudó la farsa de una
“guerra contra las drogas” que en realidad encubría el aprovechamiento
criminal de sus descomunales réditos, mientras sentenciaba a millares de
jóvenes estadounidenses a los infiernos de la adicción con una política
que obviaba la prevención educativa del consumo y acentuaba la
persecución militar falaz: implacable con quienes no formaban parte de
los acuerdos secretos, y cómplice con quienes ingresaban en el entramado
criminal.
El 1 de febrero del 2013, John Kerry asumió la Secretaria
de Estado de los Estados Unidos. El pasado mes de abril el gobierno
norteamericano presentó su nueva política frente a las drogas que
privilegia el enfoque científico sobre el policiaco, y fortalece el
componente de prevención del consumo con base en información cierta.
La
mayor parte de los medios de comunicación masivos en Colombia
pertenecen a organizaciones empresariales con enormes intereses que no
pocas veces riñen con el deber de verdad que tiene el periodismo. La
mayor parte de la educación, salvo invaluables ínsulas, tampoco alienta
la comprensión de nuestro doloroso pasado, ni revela las fieras
resistencias éticas que se han negado a sucumbir en la espesa miasma de
un engendro cultural que no respeta ni valora la verdad, la labor hecha
con amor, el trabajo cooperativo de creación y cuidado de la vida digna.
Esa educación no estimula en pa práctica el pensamiento propio y la
creación colectiva para superar el abismo y las sin salidas que ofrece
la economía de la muerte a millones de jóvenes.
Hay una verdad
que está siendo denegada por quienes pretenden reducir la paz a un pos
conflicto de crecimiento que en realidad perpetua la miseria social,
cultural y espiritual y el estado de feroz competencia cotidiana. Esa
verdad es indispensable para sanar lo que es sanable en términos de
relegar un pasado que modula el presente en clave confrontativa y de
devastación, e iniciar una democratización real que respete de verdad la
diversidad en las cosmovisiones y sentidos de vida colectivos alternos
al crecimiento suicida.
Hay una verdad que nos permitiría
restituir las decisiones sobre la vida de las comunidades desde las
mesas de dirección corporativa y sus salas de encuentros virtuales, a
las veredas y los barrios. Una verdad que nos permite reunir las
reservas éticas de la nación en sus diversos sectores sociales en torno
al deber sagrado de construir condiciones para la vida digna.
Una
verdad que nos permite superar las estigmatizaciones del odio y
convivir respetando la diferencia. Ni “comunistas”, ni “enemigos de
clase”, ni “guerrillos”, ni “milicos”, ni “terroristas”, sólo la
consideración del ser que labora día a día su pan procurando hacer bien
lo que hace, sin atentar contra los otros; una raíz ética con fuerte
presencia en los campos donde las comunidades nativas y campesinas
conservan aún el amor y el cuidado la tierra y la costumbre de pensar y
decidir conjuntamente lo que conviene a la comunidad.
En “La
guerra por la paz”, Enrique Santos Calderón abordó las complejidades y
desafíos de la paz política y la paz social. Desde esa época tuvo plena
conciencia, y así lo comunicó, sobre la necesidad de garantizar la vida y
la acción política de las fuerzas que un proceso de paz y
democratización retirase de la oposición armada. Esta garantía
imprescindible pasa por una condición que también beneficia a los
sectores empresariales que requieren una atmósfera de reglas claras y
eficacia pública: la depuración de la seguridad estatal de sectores
criminales; una condición también primordial para el vital factor moral
de ese organismo estatal y para la sociedad civil de abajo, la que
enfrenta cada día la violencia engendrada en la descomposición.
Enrique
Santos anheló y bregó en ese momento por una paz justa que cesara el
desangre y el odio fratricidas de veinte años de enfrentamiento
político-armado. En su escrito del 2 de febrero de 1984, Enrique Santos
concluía afirmando: “Pienso en este momento en los centenares de niños
que llegaron a Remedios. Mudos del terror, transfigurados por una
violencia que no comprenden, con imágenes atroces grabadas para siempre
en sus memorias infantiles. En estos niños, que han visto al padre
asesinado o el rancho incendiado, ya está sembrado, para desgracia e
infortunio de todos los colombianos, el germen de una nueva violencia.”
Casi
treinta años después de esas palabras, generaciones enteras de niñas y
niños de Colombia han sido enmudecidos por acciones de espanto
inenarrable. Degollados en San José de Apartado, el 21 de febrero de
2005, por integrantes de las fuerzas armadas en asocio con escuadrones
paramilitares; bombardeados en Santo Domingo, Arauca, el 13 de diciembre
de 1998, cuando un helicóptero de la Fuerza Aérea Colombia en
coordinación con una avión de la empresa Oxy, arrojó una bomba Cluster
sobre un grupo de civiles; carbonizados en Machuca, el 18 de octubre de
1998, cuando un destacamento del ELN detonó una carga explosiva en el
oleoducto Cuisiana - Coveñas y el incendió alcanzó el corregimiento;
despedazados por una pipeta bomba en Bojayá, el 2 de mayo del 2002,
cuando un frente de las Farc arrojó el cilindró sobre una iglesia en la
que se refugiaba la población civil después de una toma paramilitar del
poblado.
En los treinta años transcurridos desde el escrito de
Enrique Santos la masacre silenciosa de las niñas y los niños de
Colombia ha continuado. Al mismo tiempo que esta nota se escribe
desfallecen por la desnutrición atada a la falta de alimento y la
ausencia de cultura nutricional, por las enfermedades mortales que
abundan en las barriadas populares y las ciudades contaminadas, mientras
las instituciones de salud les burlan la atención inmediata que
requieren. Sus mentes delicadas son trastornadas por los abusos
tempranos que pululan en el hacinamiento, las adicciones, y la miseria
que obliga a desampararlos; sus cuerpos infantiles son convertidos en
mercancía y en objeto de despiadadas campañas publicitarias y
mediáticas, con la complicidad de un sistema de protección estatal que
administra la maquinaria de destrucción y no ataca en realidad los
factores que producen tanto sufrimiento sistemático en los más
vulnerables…
Hay un deber de verdad con la paz auténtica. El
escepticismo de una población que alguna vez fue entusiasta con el sueño
de la paz, se enraíza en los engaños y las burlas a ese anhelo sagrado.
Quienes todavía comprenden la paz apenas como un post conflicto de
jugosos dividendos, o una oportunidad de réditos políticos - y olvidan
el deber de paz que tenemos con la estirpe del decoro sacrificada
durante décadas por su ética intransable, con las generaciones que
irrumpen en nuestra atmósfera social contrahecha por siglos de
injusticia, violencia y corrupción, con las niñas y niños que no pueden
comprender tanta ceguera, tanto odio, tanta incapacidad para transformar
lo que no admite dilación - no podrán moldear el recipiente sagrado de
la paz que requiere la labor armoniosa de las manos colectivas, la labor
reunida, sabia y generosa, de las reservas éticas de la nación, junto a
sus energías hermanas en el escenario internacional.