Ese es el gran drama de esta Nación: que los
“patriotas constitucionales” mueren asesinados, mientras gobierna la
“subversión institucional”
Reflexión aguda sobre el significado de los
movimientos de protesta masiva, que defienden los valores de la Carta
del 91, mientras el gobierno se ha pasado al partido anticonstitucional.
Lunes 22 de julio de 2013
Desigualdad, pobreza y poder
Howard Wiarda — uno de los decanos en la investigación sobre política
en América Latina — escribió al reseñar un libro dedicado a la pobreza
y a la desigualdad en la región, que tras haber viajado durante décadas
por todo el continente, conversar con sus gobernantes y líderes
políticos, con sus empresarios y miembros de la élite económica, y con
diversas personalidades, había llegado a la conclusión de que seguían
vigentes los argumentos de Fray Bartolomé de Las Casas…hace 500 años[1].
El fraile dominico había denunciado las crueldades de la colonización
hispánica y clamado vigorosamente en favor de la existencia del alma de
los indígenas, quienes también eran hijos de Dios y por ende debían ser
reconocidos como seres humanos iguales a los demás.
En los siglos posteriores, sin embargo, las élites seguirían
sosteniendo en teoría y en la práctica la desigualdad natural y esencial
de los seres que habitan los territorios de las antiguas colonias
hispánicas.
Hoy, como ayer, sostiene Wiarda, es necesario argumentar al modo de
Las Casas, para defender la igualdad esencial de todos, porque estos
países se han gobernado — y se siguen gobernando — como si existiesen
dos categorías de individuos: los humanos, sujetos plenos de derechos, y
los sub–humanos, seres inferiores que han nacido para servir a los
primeros.
En últimas, Wiarda llama la atención sobre factores que siguen sin
ser incorporados al análisis cuando se estudian las causas de por qué un
continente tan rico en recursos naturales sea, al mismo tiempo, la zona
del mundo con mayor desigualdad social y condene a la pobreza a la
mayoría de sus ciudadanos.
Se ha omitido el análisis de una mentalidad política y social
tradicional — profundamente arraigada en las élites colombianas y
latinoamericanas — al preferir análisis estructurales económicos y
sociales, enmarcados en la teoría de la dependencia y del
(neo)–colonialismo.
Unos más iguales que otros
La idea de que los seres humanos son iguales se materializó por
primera vez en el liberalismo ilustrado y en su documento seminal: la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789).
Desde entonces, todas las luchas por el reconocimiento de derechos
apelan implícita o explícitamente a la célebre Declaración: las luchas
por los derechos civiles y raciales, las de mujeres y pobres, las de
nativos y colonizados, las luchas contra todo tipo de opresión o
discriminación. Libertad, igualdad y fraternidad son los valores
primigenios que las sustentan.
Pero ni en la Nueva Granada ni en Colombia han tenido vigencia real
tales ideas. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
fue prohibida por un edicto de 1789, que lo declaró nefando, esto es,
“de lo que no puede hablarse sin repugnancia u horror”, y se convirtió
en uno de los textos más perseguidos por el Tribunal de la Inquisición
en Cartagena de Indias. Curiosamente, el virrey encargó al Santo Oficio
de la búsqueda y la destrucción de los ejemplares de la obra, pero los
comisarios no lograron encontrar ninguno.
Si el liberalismo ilustrado impulsó movimientos de transformación en
la Europa moderna — las revoluciones burguesas, el marxismo, la
socialdemocracia — porque se trata de crear una realidad ajustada a la
razón, en la concepción del derecho natural tomista y premoderno que
subyace muy veladamente a la cultura política latinoamericana, el orden
social y político debe subordinarse a un orden anterior y superior, un
orden que no ha sido creado por los humanos, sino que deriva su
legitimidad de instancias sobrenaturales, divinas.
En esta estructura mental, transformar el orden social y político
humano significa fracturar el orden divino. Pocas personas han expresado
tan claramente este pensamiento, como el capellán del ejército
argentino durante la última dictadura militar (1976–1983), Christian von
Wernich, condenado judicialmente hace un par de años por asistir a
numerosas sesiones de tortura a prisioneros políticos y prestar atención
espiritual a los torturadores durante las mismas, leyéndoles citas del
Evangelio: “La religión no debe modificar el orden natural, que por la
voluntad divina significa que aquellos que nacieron ricos permanezcan
ricos y aquellos que nacieron pobres permanezcan pobres.”[2]
De las Bananeras al Catatumbo
La “paz social” de esta Nación se ha mantenido con tal de que no se
ponga en discusión el lugar que le corresponde a cada uno en el orden
social predeterminado: que los subalternos acepten su condición de
ciudadanos de segunda clase, restringidos o carentes de derechos.
Y salvo algunas escaramuzas y rebeliones, sólo hasta los años 20 del
siglo pasado, con los cambios sociales que trajo la incipiente
industrialización, los “sub–humanos” comenzaron a reclamar su condición
de ciudadanos y de iguales.
El sindicalismo colombiano nace en 1919 con el Sindicato Central
Obrero y su brazo político, el Partido Socialista. Su bautizo, como
escribe el historiador estadounidense James Henderson, ocurrió en marzo
de ese año, cuando la guardia presidencial de Marco Fidel Suárez abrió
fuego contra los obreros en la Plaza de Bolívar.
En esa época, las condiciones económicas y de salubridad eran
lamentables, pero aún así, las empresas podían acabar con los
sindicatos, muchas huelgas eran declaradas ilegales y la policía y el
ejército eran utilizados a menudo para romperlas, pues eran calificadas
siempre de “subversivas”.
Muchas empresas aplicaban reglas de facto que burlaban las normas
constitucionales, con la aquiescencia del poder político. Un caso
ejemplar es el de la United Fruit Company que, como en otros países
latinoamericanos, era “un Estado dentro del Estado”, según Miguel
Urrutia: la empresa aplicaba una norma del Ministerio de Industria,
según la cual los trabajadores bananeros laboraban sobre la base de
contratos individuales, por lo que no eran “técnicamente” empleados de
la compañía. La norma — un exabrupto jurídico mayúsculo — permitía a la
empresa burlar las normas laborales colombianas.
A mediados de noviembre de 1928, 20.000 trabajadores de la zona
bananera decretaron una huelga para pedir que se mejoraran sus
condiciones y que fuesen reconocidos como empleados de la compañía, de
modo que pudiesen recibir los exiguos reconocimientos de las normas
laborales colombianas.
En otras palabras: los obreros decretaron una huelga para pedir el
cumplimiento de la ley. Tras la negativa de la empresa a aceptar las
reivindicaciones obreras hubo numerosos actos de violencia. El 5 de
diciembre, el gobierno, con el apoyo de la iglesia católica, declaró la
ley marcial para responder a “la amenaza comunista”. La protesta
obrera, severamente reprimida por el ejército, acabó en masacre. Se
estima que murieron por balas oficiales entre 60 y 75 obreros y muchos
otros fueron a prisión.
85 años después, en el Catatumbo, las imágenes parecen calcadas:
miles de campesinos en paro piden el cumplimiento de las leyes — la ley
160, que crea las zonas de reserva campesina, data de 1994 — y mayor
acción social del Estado. Pero el gobierno nacional los acusa de
subversivos y varios campesinos caen asesinados, víctimas
presumiblemente de balas oficiales.
La imagen resulta surrealista: campesinos que defienden con su
protesta legítima el Estado social de derecho consagrado en la
Constitución de 1991 y piden su plena realización, resultan calificados
de subversivos; mientras tanto, el gobierno nacional, que representa y
encarna la institucionalidad, incumple sistemáticamente la Constitución y
las leyes de la República. El mundo al revés.
Más cerca de Uribe que de Roosevelt
El presidente que soñó con ser el Roosevelt colombiano y la versión
contemporánea de López Pumarejo, se parece cada vez más al predecesor
que ha combatido por todos los medios. … los sueños requieren trabajo y
constancia, hay que merecerlos.
La ambivalencia permanente de Santos — que coquetea al mismo tiempo
con Petro y con la extrema derecha uribista — lo ha convertido
progresivamente en un preso de este último sector, del que no logra
zafarse por completo.
El presidente que podría ingresar por méritos propios en los anales
de la historia — si se alcanza un acuerdo que selle el proceso de paz
con las FARC y si logra poner en marcha una transición política hacia el
post–conflicto — se encuentra atrapado en la misma dinámica de
incompetencia de su predecesor: parece incapaz de comprender las tareas
históricas de un gobernante que se autocalifica liberal, en un contexto
continental marcado por el clamor incesante de sectores sociales
excluidos que exigen ser tratados como ciudadanos de primera categoría.
Santos y su mediocre gabinete enfrentan de manera incompetente
diversos paros y huelgas, que revelan asignaturas pendientes del Estado
colombiano. La perspectiva estrecha de estos señoritos santafereños —
que ignoran el drama de la mayoría de los colombianos — les impide
comprender la magnitud del fracaso de un proyecto que no se limita a
Santos y a Uribe, sino al conjunto de la clase política que ha gobernado
este país a espaldas de las grandes mayorías, definidas a priori como
condenadas a ser subalternas eternas.
El ejemplo cumbre de la incompetencia política y la miseria moral de
este régimen se encarna majestuosamente en el ministro Fernando
Carrillo. Si utilizáramos su propio rasero para acusar de “subversivos” a
los campesinos, mineros y cafeteros que reclaman derechos acordes con
la Constitución y las leyes vigentes, habríamos calificado como
“subversivos” a quienes, como él mismo, hace 23 años forzaron un cambio
constitucional que contravenía las normas vigentes en el momento.
Pero de nuevo hay una diferencia de estatus: una cosa fueron las
manifestaciones estudiantiles de los señoritos bogotanos, otra cosa son
las manifestaciones de campesinos sucios y desarrapados. Los unos son
ciudadanos de pleno derecho y sus protestas merecen el reconocimiento
histórico, los otros son “sub–humanos” inferiores y subversivos.
Patriotas constitucionales
Hace pocos días, los dirigentes brasileños Dilma Roussef y Luis
Ignacio Lula da Silva han reconocido el carácter democrático de las
protestas multitudinarias en su país, porque encarnan un llamado de
atención a la clase política y porque la protesta en las calles es un
símbolo de espíritu democrático.
El propio Carrillo debería recordar cómo mientras protestaba como
estudiante en Bogotá, los ciudadanos tras la Cortina de Hierro lograban
derrumbar de modo pacífico los regímenes comunistas dictatoriales
mediante manifestaciones multitudinarias.
La gran transformación política que vive el continente fue producto
de protestas sociales. Los movimientos que llevaron al poder a Hugo
Chávez, a Evo Morales y a Rafael Correa surgieron de indignados contra
la clase política corrupta que ha gobernado estas naciones y ha creado
una sociedad conformada por ciudadanos de primera y de segunda.
Los campesinos del Catatumbo, los mineros, los cafeteros y los
estudiantes son constructores y pre-figuradores de otra Nación en vías
de construcción, donde todos seamos iguales y sujetos de plenos
derechos.
Las protestas actuales han revelado un problema aún más hondo en la
construcción política de esta Nación: hoy, como ayer, los obreros de las
bananeras y los campesinos, mineros y estudiantes piden lo que
prescriben la Constitución y las leyes.
El filósofo alemán Jürgen Habermas los denominaría “patriotas
constitucionales”, esto es, aquellos que defienden en las calles y en
los campos, en las ciudades y en las universidades, los valores de la
Constitución liberal de 1991: la dignidad, la solidaridad, los derechos
sociales y económicos, la justicia, el imperio de la ley.
Del otro lado, la miseria política de esta Nación se expresa con
crudeza cuando constatamos que la peor subversión viene de las
instituciones mismas, de los que hace unos años crearon grupos ilegales
para combatir la ilegalidad, de los que promovieron ejecuciones
extrajudiciales desde el DAS y el Palacio de Nariño… de quienes se
niegan a cumplir las leyes. ¿Puede haber algo más subversivo realmente?
Ese es el gran drama de esta Nación: que los “patriotas
constitucionales” mueren asesinados, mientras gobierna la “subversión
institucional”.
* Tomado de Razón Pública
* Correo: andriushernandez@hotmail.com.
Notas:
[1] Howard Wiarda. Book Review: Poverty and Inequality in Latin
America: Issues and Challenges, Guillermo O’Donnell y Victor E. Tokman,
eds, Political Science Quarterly, September 1999, pp. 541-42.
[2] Marguerite Feitlowitz (1998). Lexikon of Terror. Argentina and
the legacies of torture. Oxford et al: Oxford University Press, p. 65.