Escrito por Timoleon Gimenez, Comandante en Jefe de las FARC-EP |
Ahí
vamos, ahí vamos… respondió socarronamente el general Sergio Mantilla
cuando la prensa le preguntó cuán cerca de Timoleón Jiménez se hallaba
el Ejército. Como quien repite una lección aprendida, dijo igual que el
Presidente, que la guerra está pronta a acabarse por las buenas o por
las malas. Y aprovechó la ocasión para advertir a nuestros delegados en
La Habana que siguen siendo un objetivo de alto valor estratégico, así
que no vaya a ocurrírseles salirse del proceso, o de Cuba, porque
perderían las garantías conocidas.
El general Mantilla al menos hizo
mención a órdenes de captura. El Presidente en cambio fue mucho más
explícito, la orden que tienen las fuerzas militares es ejecutar a
cualquier miembro de las FARC que localicen en Colombia. Dar muerte, o
de baja, o matar, especialmente a Timochenko, con quien al mismo tiempo
no descarta reunirse, siempre que sirva para poner fin al conflicto. No
se puede bajar un instante la guardia, porque sería un incentivo
perverso para que la guerrilla prolongue las conversaciones
indefinidamente, explicó.
A la oligarquía colombiana, como a sus
verdugos de turno, no le interesa disimular su carácter violento, ni su
lógica de imposiciones y dominación. Ante las tropas, por boca del
Presidente, repite el estribillo según el cual la Mesa de La Habana no
hubiera existido si no fuera por la campaña exitosa cumplida por las
fuerzas armadas. En otros escenarios, es el Alto Comisionado de Paz,
Sergio Jaramillo, quien advierte que para llegar al punto actual fueron
determinantes el Plan Colombia de Pastrana y el cerco militar realizado
durante el gobierno de Álvaro Uribe.
El punto actual son las
conversaciones de paz de La Habana. Y el punto de partida, el proceso de
paz del Caguán. Resulta una monumental tontería afirmar que se
requirieron diez años de guerra, aterradoras cifras de muertos y
heridos, miles de millones de dólares y millones de desplazados y de
víctimas para obligar a las FARC a sentarse en una mesa de diálogos,
cuando precisamente allí estábamos al iniciarse semejante demostración
de fuerza tan criminal como inútil. Olvidaron que fue el régimen quien
se paró de la Mesa.
En todas sus guerras contra el pueblo de
Colombia, la oligarquía bipartidista ha apelado a los emplazamientos y
amenazas. El Presidente Valencia creyó que con izar el pendón nacional
en la destruida aldea de Marquetalia había finiquitado el asunto. Y el
Presidente Gaviria, que con su guerra integral pondría fin al problema
en dieciocho meses. El presupuesto de Uribe fue de dos años, y no lo
logró en dos gobiernos. Recién posesionado, Santos advirtió que si no
nos entregábamos vendrían por nosotros. Lejos de lograrlo, vuelve a
mostrarnos los colmillos.
La cuestión con las FARC, que sin duda
celebraremos nuestros cincuenta años de lucha armada mientras Juan
Manuel hace las maletas o pugna por su reelección, es más sencilla de lo
que parece. Mucho más fácil que matarnos o desmovilizarnos a todos. Más
simple que encarcelar 13.700 compatriotas inconformes. Es abrir
realmente las puertas a la democracia en nuestro país, desterrar para
siempre la manía de imponer las decisiones a la fuerza.
El diario
El Espectador tituló recientemente que todos los días era atacado un
defensor de derechos humanos en Colombia y que en los siete primeros
meses de 2013 cada cuatro días ha sido asesinado uno. En un país en que
el Presidente y los ministros del interior y de defensa acusan de
guerrilleros de las FARC a los campesinos y mineros que protestan y
paran, no es extraño que la Policía y el Ejército, en cumplimiento del
público mandato presidencial, los repelan con granadas y balas de fusil.
Ni que los grupos paramilitares que subsisten amenacen de muerte a
líderes de la oposición o maten dirigentes reclamantes de tierra o
defensores de derechos humanos.
¿Acaso valían algo los campesinos
masacrados en las recientes marchas en el Catatumbo? ¿No salió todo el
Establecimiento y la prensa a rodear al conductor que en Cáceres decidió
arrollar con su camioneta a los mineros que bloqueaban la vía? En este
último caso, todos hablaban del terrible drama del pobre hombre que
accidentalmente, por obra de la infiltración guerrillera en la protesta,
había matado a cinco mineros y lesionado ocho más, estableciendo una
cruel segregación entre quien deliberadamente asesina y las repudiables
víctimas que lo provocan. Vaya a saberse realmente cuál es la condición
de semejante energúmeno.
Cuando el Presidente se ufana en los
montes de María de haber estado allá seis años atrás, comprobando la
baja de Martín Caballero, olvida que consta judicialmente que Caballero y
los guerrilleros que lo acompañaban, fueron rematados salvajemente por
la tropa, después que el bombardeo de la fuerza aérea los había dejado
heridos, desarmados y pidiendo clemencia al tiempo que ofrecían
entregarse. Y cuando celebra la muerte de Seplin en el Cauca, oculta que
no fue dado de baja en combate sino asesinado a traición y sobreseguro
cuando en compañía de un campesino transitaba vestido de civil por un
camino. Igual a como mataron a Gabriel Zavala en Zaragoza, o al Negro
Eliécer en el Norte de Santander.
La dificultad para llegar a
prontos acuerdos radica precisamente en las confesiones públicas de
Santos: no estamos negociando nada que pueda preocupar a los colombianos
en materia económica o de aspectos fundamentales de nuestro sistema de
gobierno. Los guerrilleros colombianos no estamos defendiendo ningún
sistema criminal de gobierno, ni estamos empeñados en sacar adelante una
política económica que beneficie las transnacionales en desmedro del
pueblo de nuestro país. Santos sí, y esa es nuestra pequeña gran
diferencia.
Los combatientes y mandos de las FARC somos
revolucionarios, no nos mueve ningún interés personal, ni percibimos
ningún salario por lo que hacemos. Hemos entregado nuestras vidas a la
más bella causa del género humano, poner fin a la discriminación entre
los hombres, a la explotación de unos por otros, a las injusticias
institucionalizadas. Defendemos la independencia y soberanía real de
nuestra patria, banderas heredadas del Libertador Simón Bolívar. No
pretendemos la revolución en una Mesa, pero sí al menos concertar un
gran acuerdo que saque al país para siempre de la opresión violenta, que
siente unas bases mínimas para la construcción de la justicia social.
Nuestros adversarios sólo insisten en rendiciones.
Las amenazas
de muerte y las órdenes de ejecución sin ninguna clase de juicio no
sirven para intimidarnos, ni logran aclimatar el ambiente de
reconciliación necesario para concertar una salida. Valga recordar,
llevando abusivamente a la prosa a Jorge Manrique, que Esos reyes
poderosos que vemos por escrituras ya pasadas, por tristes casos,
llorosos, fueron sus buenas venturas trastornadas; así que no hay cosa
fuerte, que a papas, emperadores y prelados, así los trata la muerte,
como a los pobres pastores de ganado. Cuando morimos descansamos,
Santos.
Timoleón Jiménez