Por: Alfredo Molano Bravo
No hay duda de que el gobierno aprendió la lección del tal paro
agrario. Las iniciativas de ley que prepara en sigilo el ministro
Lizarralde son verdaderamente inexplicables si de recuperar el orden se
trata.
Sería mejor pensar
que lo que está buscando el empresario-ministro es un nuevo despelote.
La primera medida que tiene en su diminuta cabeza es fortalecer los
gremios agropecuarios y meter a todos los medianos y pequeños
agricultores y ganaderos en el mismo saco; es decir, obligarlos a
depender de los grandes empresarios del campo. Negociar con campesinos
de Cauca, Putumayo, Catatumbo, Caldas, Nariño por separado no fue nada
fácil y siempre se corre el riesgo de darles voz a las regiones.
Negociar con los altos funcionarios gremiales nacionales sale barato y
tiene la ventaja de dividir siempre los movimientos, como en el caso de
los cafeteros. Lizarralde quiere negociar los paros campesinos sólo con
sus amigos. La segunda iniciativa es todavía más perversa: permitir la
acumulación de las unidades agrícolas familiares (UAF) en los Llanos
Orientales o donde haya baldíos, y de paso liquidar la pieza maestra de
la figura de reservas campesinas. La Ley 160 del 94 prohíbe
explícitamente la concentración de baldíos, pero eso choca con los
intereses de los empresarios que compran a precio de huevo las mejoras
de los colonos para negociarlas en bolsas internacionales o para
llenarlas de palma, caña, soya. En otras palabras: impedir la creación
de zonas de reserva campesina y a cambio solicitar a las compañías
agroindustriales que en el 20% de sus nuevas propiedades formen alianzas
productivas con campesinos desalojados o por desalojar. La ley del
embudo: lo ancho para los empresarios, que el único campo que conocen es
el de golf, y lo angosto para sus obligados socios campesinos.
Como
se sabe, la mesa de concertación del Catatumbo se suspendió y terminará
por ser liquidada. La razón es simple: el Gobierno acuerda pero no
cumple. Motivo por el cual se preparan de nuevo paros campesinos en todo
el país, comenzando por el indígena. La estrategia del Gobierno no
tiene pierde: dilata las soluciones a punta de Esmad y de negociadores
sin poder de decisión; la gente se cansa; los dirigentes, entre la
espada y la pared, firman acuerdos, y el Gobierno los desconoce. Ahora
el ministro de Defensa, cada día más parecido a Manolito el de Mafalda,
va a llevar una iniciativa al Congreso para meter a la cárcel al que no
proteste por medio de respetuosos memoriales, es decir, a quien salga a
la calle o a la carretera y grite.
Es difícil —imposible— entender
que el Gobierno con semejantes medidas pueda pretender que las
negociaciones de La Habana avancen. Si incumple todo acuerdo; si vuelve
babas toda palabra empeñada; si a todo el mundo, salvo a militares,
congresistas y uribistas, le mama gallo, ¿qué se puede esperar de lo que
promete en las mesas donde se sienta y posa para la foto? ¿Cómo puede
legalizar el despojo de tierras en Vichada, Meta y Casanare a
posteriori? ¿Cómo puede desconocer las demandas de gente que la única
mermelada que conoce es la verde oliva?
Punto aparte. Estamos en
plena fiebre de fútbol. Diez asesinatos de hinchas han tenido lugar en
los dos últimos años. Los medios pasan videos; los editoriales truenan;
las autoridades se sacan fotos con los responsables, que en el fondo son
sólo los últimos actores de un drama que se origina en la
mercantilización del deporte, se prolonga con la tronante publicidad y
termina a puñaladas en las calles. El papel de los locutores que llaman a
la victoria, a la batalla, a la revancha es idéntico al que cumplían
los gamonales y los curas y párrocos durante la Violencia de los 50.
Exacerbación del espíritu partidista, el sectarismo extremo, el
radicalismo inconsciente dan frutos y, sobre todo, venden más. ¿No
podrían relatar un partido con la serenidad y la inteligencia de un
doctor Peláez?