/por José Antonio Gutiérrez D./http://ojosparalapaz-colombia.blogspot.se/
La brutal respuesta que el Estado colombiano,
capitaneado por Juan Manuel Santos, ha dado a la movilización legal,
pacífica y constitucional de los campesinos en el Catatumbo, nos ha
dejado francamente sin palabras. Desde luego que estamos familiarizados
con este tipo de represión: el Estado viene desde hace seis décadas
haciendo esto y cosas mucho peores en contra de las masas populares cada
vez que, hastiadas de su marginalización y de los atropellos cotidianos
que padecen, se alzan gritando “Basta”. Sin embargo, la persistencia de
la protesta campesina que ha agrupado a alrededor de 15.000 personas,
la militarización de la región, la represión feroz, han sido debidamente
documentadas por un medio de comunicación popular, la Agencia Prensa
Rural, que ha hecho una meticulosa y descarnada cobertura de estos
eventos, que la mayoría de los medios o pasan de agache o muestran desde
el ángulo de los poderosos. ¿Cómo no estremecerse al presenciar, ante
las cámaras, el cobarde asesinato de un campesino que, jadeando,
angustiado, gritaba que le habían dado un tiro certero al corazón,
mientras se desangraba ante las cámaras? [1] Pocas imágenes en mi vida
–y no he visto poco- me han arrugado el alma de esa manera.
¿Qué
quieren los campesinos movilizados? La prensa oficial no explica nada.
La editorial de hoy de El Espectador, por ejemplo, distorsiona lo que
piden los campesinos diciendo que éstos piden
que el gobierno, supuestamente, “restablezca la institucionalidad
perdida” [2]. No, esto no es así. Las propuestas de los campesinos han
sido emitidas en propuestas bastante claras y se han enfrentado a la
oposición irreductible y soberbia del establecimiento:
1. Piden
el establecimiento de una Zona de Reserva Campesina (ZRC), figura
constitucional con base en la Ley 160 de 1994. Ellos han hecho todos los
trámites pertinentes y lo único que ha impedido la declaración de la
ZRC en el Catatumbo, es el veto ilegal del ministro de defensa que
considera a esta zona como un área estratégica para su estrategia de
contrainsurgencia. Lucho Garzón, quien preside una comisión para
dialogar con los manifestantes, también ha expresado su rotunda negativa
a la declaración de la ZRC, la principal demanda del campesinado [3].
2. Piden
que se pare la erradicación forzada de la coca, única fuente de
subsistencia que tienen los campesinos en la zona, mientras no se les
den alternativas viables.
3. Piden
que se apruebe y se financia el Proyecto de Desarrollo Sostenible
desarrollado por los propios campesinos que provee, precisamente, esas
alternativas.
4. Piden
fondos de emergencia para enfrentar la crisis alimentaria, porque no
hay alternativas económicas y porque no se está sembrando cultivos de
pan coger.
5. Piden un freno a la Locomotora Minera, que amenaza la existencia misma del campesinado en la región.
6. Piden
que se termine la militarización de la región, que ha conllevado, como
en todas las zonas de consolidación militar, toda clase de abusos y
atropellos contra la población [4].
Las medidas que piden los
campesinos son claras, ¿por qué entonces la citada editorial de El
Espectador insiste que lo que urge es “presencia estatal”? No es sólo El Espectador. Casi
todos los medios de prensa, repiten hasta el cansancio esa formulita
trillada, que supuestamente lo explicaría todo, pero que no explica nada
en realidad: el Catatumbo sufre de “ausencia de Estado”. Sólo Tatiana
Acevedo, en una de las columnas más certeras que he leído en El
Espectador, va a contravía de estas verdades incuestionables, al afirmar
lo obvio:
“el
Catatumbo está hoy pleno de Estado. En Ocaña hay notarios. En Tibú,
también. Y hay fiscales, cárceles, decenas de exagentes del DAS,
oficinas, papelería membretada, sellos, huelleros, filas para asistencia
social. Hay utensilios para la fumigación con glifosato, ICBF,
helicópteros, consultores con contrato de prestación de servicios,
caballería mecanizada, fuerza de élite ‘Vulcano’, ‘blanco legítimo’.
Batallones de infantería, de artillería, de ingenieros, de servicios
para el combate, de plan energético y de contraguerrillas (…) Hubo
rehabilitación, Plan Colombia y (ahora) Consolidación (…) Miles de
funcionarios públicos ejecutan billones para borrar hectáreas y
flexibilizan normas, para promover actividades mineras o
agroindustriales. Tras décadas de guerra, no es que el Estado no haga
presencia, como reza el lugar común de toda noticia sobre el Catatumbo.
Por el contrario, se fortalece un Estado colombiano (…) Quizá en vez de
un sentimiento de abandono, hay uno de hastío y rabia por la forma en la
que el Estado lo tomó.” [5]
Una de las peores groserías en este sentido, la
enuncia El Espectador en su editorial cuando dice incluso que el
paramilitarismo que azotó a la zona dejando más de 10.000 muertos, fue
consecuencia de esa mítica “ausencia del Estado”. Está probado, hasta la
saciedad, por investigadores serios como el padre Javier Giraldo que el
paramilitarismo ha sido una estrategia de Estado, oficial, desde la
década de los ’60 [6]. Como decía yo mismo en un artículo previo: “Donde
ciertos observadores han equiparado de manera simplista el control
paramilitar con la “ausencia del Estado”, es necesario aclarar que el paramilitarismo ha sido la expresión más extendida así como perversa del Estado, con poderes plenipotenciarios y dictatoriales.” [7]
Lo que se necesita no es más Estado, sino más
derechos, más comunidad, más tejido social, más vida, menos represión.
Pero al confundir los términos, los medios, a la vez que juegan al
policía bueno, distraen la mirada de la opinión pública de lo que
realmente está en juego en el Catatumbo.
En primer lugar, está en juego el pulso entre el
modelo económico impulsado desde el Estado, que privilegia a los agro
negocios y las inversiones minero-extractivas, y las necesidades de las
propias comunidades que buscan un modelo de desarrollo sostenible para
la región, y que, en ausencia de alternativas, buscan al menos ser
capaces de sostenerse mediante el cultivo de coca, que es lo que tienen
de momento.
En segundo término, está en juego la voluntad de paz
real del gobierno, que va de la mano de la solución de los problemas
estructurales que enfrenta sobretodo el campesinado, que
constituye la base social de apoyo principal de la insurgencia. La
paradójica situación de negociar en medio del conflicto, es muy cómoda
para el gobierno de Santos, que puede tener en una mano la rama de oliva
y en la otra el garrote. Como explicaba en un artículo reciente:
“El gobierno de Santos busca modernizar, pero
modernizar sin pueblo que pueda alterar el contenido neoliberal y
oligárquico de su proyecto. Es por ello
que el gobierno, mientras adelanta las negociaciones en La Habana, se
encarga de reprimir, perseguir, encarcelar, desplazar, asesinar,
bombardear y desaparecer a las fuerzas vivas que pueden hacer carne un
acuerdo de modernización favorable a los intereses populares del
campesinado. Al igual que los regímenes fascistas, nunca se ataca una
medida legal progresista, sino que se ataca directamente al movimiento
que la sustenta (…) El ataque sistemático y alevoso que estamos
presenciando contra el movimiento campesino es un ataque frontal contra
el proceso en La Habana” [8].
Para justificar esta represión, esta persecución y
estos cobardes ataques, personeros de gobiernos, de las fuerzas
represivas y el propio presidente, señalan a las manifestaciones de
estar “infiltradas” por la guerrilla… ¡Cómo si a los campesinos no les
sobraran razones para manifestarse! El tema en realidad es otro: es el
trato militar, fundamentalmente represivo, que tradicionalmente da el
Estado a la protesta social. La misma editorial de El Espectador
reconoce que “Sin duda se trata de una zona de influencia
guerrillera, pero también se trata de una región donde los campesinos
piden soluciones que no son descabelladas”. A propuestas para
nada descabelladas, el gobierno responde hiriendo a decenas de
campesinos, algunos de ellos con amputaciones, asesinando a cuatro
campesinos a bala, arrojando granadas de fragmentación, destruyendo las
posesiones de los campesinos, incendiando ranchos, saqueando el comercio
local.
Precisamente, con el fin de garantizar los mecanismos
legales que faciliten la destrucción del movimiento campesino, que es,
en última instancia, el único que puede hacer realidad los acuerdos que
salgan de la mesa de negociaciones, es que se ha aprobado el fuero
militar en el parlamento. De alguna manera, podríamos decir que la
represión en el Catatumbo es el bautizo de esta nueva medida según la
cual la población civil se convierte en un blanco legítimo del Ejército.
Gustavo Gallón, en un agudo análisis de los alcances del fuero militar,
plantea que:
“si el soldado en armas mata a un civil, el
proyecto de ley estatutaria señala que debe presumirse que lo hizo de
buena fe, y la licitud o no de dicha muerte deberá valorarse (…) no
según las normas de derechos humanos que prohíben matar civiles. El
principio de proporcionalidad, como está definido en la ley, autoriza
‘causar daños a personas y bienes civiles’ siempre que no sean
‘manifiestamente excesivos frente a la ventaja militar concreta y
directa prevista’. ¿La jurisdicción militar considerará excesivas las
muertes de los dos manifestantes de Ocaña el pasado fin de semana?” [9]
La sangre no se lava. Es indeleble. Señor Santos:
tiene usted sus manos untadas con la sangre de cuatro campesinos que
reclamaban sus derechos más esenciales. Sus nombres son Dionel Jácome
Ortiz, Edwin Franco Jaimes, Diomar Angarita y Hermidez Palacio. Para
usted quizás sean meras estadísticas de un conflicto que todavía cree
que podrá manejar como una partida de póker. Para nosotros no: ellos no
son números, sino compañeros, hermanos, vecinos, padres, amigos, hijos,
esposos y amantes, compadres, seres humanos a los que la brutalidad del
Estado les arrebató la vida, poco después de que usted lanzara esos
señalamientos como una auténtica pena de muerte sobre ellos y sobre
todos sus compañeros. Nosotros no los olvidaremos. A esta altura, ya no
es suficiente con la mesa de interlocución para solucionar algo que
debió haberse solucionado hace años. Esta vez también tocará exigir
justicia. Porque la vida de los campesinos no es moneda de cambio por
reformas. Porque no estamos dispuestos a aceptar a un solo muerto más
por la represión contra quienes piden lo justo. Porque la vida de los
campesinos también vale. Porque el terrorismo de Estado ya no puede
seguir en la impunidad, es por ello que exigiremos justicia contra los
que dispararon y contra los que dieron la orden. A nivel regional,
departamental y nacional. Caiga quien caiga.
José Antonio Gutiérrez D.
27 de Junio, 2013