Corea del Norte celebra el Sexagésimo Aniversario de la victoria
Traducido para Rebelión por Germán Leyens |
Mientras el avión
–un Tupolev 204 construido en Rusia– despegaba del Aeropuerto de
Pyongyang, no sentí nada, absolutamente nada. La neblina matinal primero
cubría la pista y luego comenzó a levantar. Los motores rugían. Poco
después del despegue pude distinguir claramente bajo el ala campos
verdes, aldeas limpias y cintas de amplios y tranquilos ríos. Sin duda
era una vista hermosa: melancólica, poética y verdaderamente dramática. Y
sin embargo estaba insensible, no sentí nada, absolutamente nada.
Las
pantallas transmitían interminables imágenes de un desfile tras otro,
de interminables celebraciones y rimbombantes conciertos. El volumen era
fuerte, mujeres y hombres en la pantalla cantaban con entusiasmo, los
soldados desfilaban; estruendosos jets y helicópteros surcaban el cielo
azul. El conductor agitaba las manos. La multitud de pie aplaudía. Las
emociones se llevaban al paroxismo; había lágrimas en los ojos de la
gente y un orgullo omnipresente en sus caras.
De repente me sentí vacío, algo me asustaba.
Después
de ver más de 150 países de todo el mundo, después de cubrir guerras y
conflictos, algunos de inimaginable intensidad y brutalidad,
repentinamente ansiaba un descanso, incluso el silencio total.
Hace
60 años Corea del Norte (RDPC) ganó la guerra. Pero murieron unos 4
millones de personas, muchas de ellas civiles. Tal vez fueron más de 4
millones, nadie lo sabe exactamente. La ciudad capital, Pyongyang fue
totalmente arrasada. Yo no quería oír música sonora y largos discursos.
Quería rendir tributo a los que perdieron sus vidas, sentarme
silenciosamente a la orilla del río cubierto por la bruma oyendo crecer
la hierba. Pero durante los ocho días que estuve en Corea del Norte tuve
muy pocos momentos de silencio, casi ninguna oportunidad de
reflexionar.
¿Qué vi en esos días en la RDPC (Corea del
Norte)? Vi una enorme ciudad futurista, Pyongyang, la capital, resurgida
de sus cenizas. Vi enormes teatros y estadios, un sistema de metro
profundo (el transporte público como refugio nuclear en caso de que
ataquen la ciudad). Vi trolebuses y buses de dos pisos, amplias
avenidas, aceras inimaginablemente anchas, pistas de patinaje y campos
de juego para niños.
Había estatuas y monumentos por
doquier. El tamaño de algunas avenidas y edificios es simplemente
abrumador. Durante más de una década viví en Manhattan, pero esto era de
una grandeza muy diferente. Nueva York crecía hacia el cielo, mientras
Pyongyang consiste en tremendos espacios abiertos y masivos y eclécticos
edificios.
En las afueras de la capital vi campos verdes y
agricultores que volvían a casa de lo profundo del campo. Evidentemente
los niños no estaban desnutridos, y a pesar del embargo todos vestían
decentemente.
Vi plazas repletas de decenas de miles de
personas gritando consignas a todo dar. Vi miles de mujeres ataviadas
con pintorescos vestidos tradicionales agitando sus banderas y cintas,
vitoreando cuando se lo ordenaban, y saludándonos -a los delegados
internacionales-. Desfilando por la paz a mi lado estaba el ex Fiscal
General de EE.UU., Ramsey Clark, y al otro lado el líder de uno de los
partidos comunistas indios. Había abogados de los derechos humanos de
EE.UU. y de todo el mundo, revolucionarios turcos y, por motivos
difíciles de comprender, varios jefes militares de Uganda.
Pero
no había ido a desfilar. Fui a filmar y fotografiar, a ver la cara de
la gente del lugar, a leer lo que estaba escrito en esas caras, sentir,
detectar y tratar de comprender.
En lugar de sonoros
vítores, fui a escuchar los murmullos, a la espera de observar
expresiones faciales sin pretensiones, pequeñas señales de temor, de
alegría, de amor o incluso de confusión existencial.
Occidente,
sus responsables políticos y medios de comunicación de masas lograron
crear la imagen de una Corea del Norte deshumanizada. Lo hicieron
borrando las caras. Durante décadas han presentado a los norcoreanos
como habitantes de un imperio monstruoso y eremita donde hombres,
mujeres y niños se ven todos iguales, se visten de la misma manera, se
comportan como robots, nunca sonríen y no se miran a los ojos.
Antes
de ir a ese país, antes de aceptar la invitación, expliqué a los
organizadores que no me interesaban los sofisticados fuegos artificiales
y los estadios repletos. Quería ver a una madre cuando llevaba a su
hijo a la escuela. Ansiaba capturar las caras de los amantes al
anochecer sentados en algún banco alejado, murmurándose esas palabras
urgentes, esas promesas de hacer que la vida valga la pena; las mismas
palabras, las mismas promesas que se dicen en todo el mundo.
Paradójicamente
me sentí desalentado. En vez de eso me pidieron que desfilara. De
narrador y contador acostumbrado a documentar el mundo, me convirtieron
en un delegado. Y cada vez que la multitud me veía vitoreaba y me sentía
embarazado, ansiaba desesperadamente volverme invisible, o por lo menos
encontrar algún sitio dónde ocultarme. No porque estuviera haciendo
algo equivocado, sino simplemente porque no estaba acostumbrado a
semejantes estallidos de entusiasmo dirigidos a mi persona.
Y
así marché, por la paz y la reunificación de la nación coreana. Y
mientras marchaba, filmaba y fotografiaba. Debo haber parecido extraño,
tengo que admitirlo: un delegado que filma a un grupo de mujeres
vestidas con sus pintorescos vestidos tradicionales, saludándolo con sus
cintas de papel y gritando a más no dar.
Pronto descubrí
que estaba luchando por cada vistazo a la realidad, a la vida común. En
su lugar me habían ofrecido un gran espectáculo.
Me
llevaron a esos estadios con 100.000 personas, en los que los niños
cambian las posiciones de sus tableros periódicamente y todo su lado de
la tribuna se convierte repentinamente en un colorido panel viviente.
Estaba presenciando inmensos eventos con miles de bailarines, con fuegos
artificiales y múltiples orquestas.
Sin embargo, lo que
más me impresionó fue un antiguo y pequeño puente de piedra en Kaesong
City, cerca de la zona desmilitarizada. Y la escena alrededor del
puente: una niña pequeña, de unos tres años, con un calcetín roto
lloraba mientras su madre acariciaba sus cabellos del modo más tierno y
cálido imaginable.
Mis anfitriones parecían no comprender. Les expliqué una y otra vez, pero mis palabras les sonaban demasiado extrañas.
En
lo que a ellos respectaba, yo era solo “un escritor, cineasta y
periodista famoso”. Necesitaban que mostrara mucho apoyo a su revolución
y un respeto profundo por su sufrimiento durante el ataque occidental
de hace más de 60 años.
Naturalmente sentí respetoa y pesar, pero es todo lo que esperaban que sintiera. Sentí mucho más.
Me
enamoré, instantáneamente del campo norcoreano y de las caras de los
agricultores y los habitantes de las ciudades de Corea del Norte. Eran
caras puras, honestas y expresivas. ¿Qué podía hacer? El amor es
subjetivo; es irracional. El verdor exagerado de los campos, niños
jugando a la orilla del camino, soldados volviendo a sus aldeas con un
breve permiso, mujeres mirando al sol durante el crepúsculo: era
abrumador; amor a primera vista, como dije.
Fotografiaba a través del parabrisas; molestaba a los organizadores pidiendo que se detuvieran en medio de la calle.
Entonces,
el 26 de julio, encontré junto a Ramsey Clark y unos pocos delegados, a
Yang Hyong Sob, Vicepresidente del Comité Permanente del Comité Supremo
del Pueblo. Me pareció una persona muy gentil y me dieron la
oportunidad de intercambiar algunas ideas con él. Expliqué que la mejor
manera de combatir la propaganda occidental es mostrar al mundo las
caras del pueblo norcoreano.
“Es la táctica habitual”,
dije. “Muestran a la gente de China, Cuba, Venezuela, Rusia, Irak,
Afganistán o Serbia como personas desalmadas, como si fueran androides
de plástico. Entonces, en el subconsciente, la compasión por la gente de
esas naciones desaparece de los corazones del público occidental.
Repentinamente está bien hambrearlos, bombardearlos, asesinar a miles,
incluso a millones de esos androides. Pero una vez que ve las caras, el
público occidental se confunde; muchos se niegan a apoyar los asesinatos
masivos”.
El Vicepresidente asintió. Me sonrió. Cuando nos íbamos, me abrazó fuertemente, y dijo simplemente: “¡Por favor vuelva!”
Pero
incluso después de esa significativa conversación, seguí desfilando. Y
las imágenes más simples estaban continuamente fuera de mi alcance.
“Solo durante este viaje, ya que estamos celebrando el Sexagésimo
Aniversario”, me dijeron. Pero vivía para ese momento, y en ese momento
quería trabajar.
Vi la zona desmilitarizada, DMZ, y el
puesto fronterizo surcoreano en Panmunjom. Había visitado el mismo lugar
dos veces en el pasado, solo desde el otro lado. Se supone que la DMZ
es la frontera más fortificada del mundo, ya que las dos Coreas
siguen técnicamente en guerra. Los dos ejércitos se enfrentan a
regañadientes, armados hasta larriba, mientras las fuerzas de EE.UU.
están bajo tierra en algún sitio en el sur.
Sin embargo,
la DMZ es como el ojo de la tormenta, ubicada entre todas esas bombas
nucleares, tanques y lanzacohetes, silenciosa y en perfecto estado. Los
ríos fluyen tranquilamente y los agricultores cultivan ginseng; se dice
que es el mejor del mundo.
AObviamente había expectativas
de algunas hostilidades de ambos lados de la línea y no se aceptaba el
viaje de visitantes ‘ordinarios’.
Todo era un gran lío, un
drama interminable. Una nación dividida; millones de muertos. Lo vi
todo en la ciudad de Sinch’on. Los túneles en los que los soldados
estadounidenses masacraron a miles de civiles durante la guerra;
hablaron viejos veteranos y sobrevivientes de las matanzas recordando
esos horrendos eventos.
En 1950, al comienzo de la guerra,
en la ciudad de Sinch’on las fuerzas de ocupación de EE.UU. perpetraron
una masacre. La cantidad de civiles muertos durante 52 días fue
supuestamente de más de 35.000 personas, el equivalente a un cuarto de
la población de la ciudad en aquel momento.
Todo parecía
horriblemente familiar. Solía fotografiar los cráteres después de los
intensos bombardeos de Camboya, Laos y Vietnam. Brutalidad, brutalidad,
brutalidad… Millones de víctimas anónimas quemadas vivas por el napalm,
‘bombitas’ que estallan décadas después cuando los niños o los búfalos
de agua juegan en los campos.
Ramsey Clark habló de los
horrores del pasado y de la brutalidad de las acciones de EE.UU. Un
hombre mayor, superviviente de las masacres masivas de civiles en los
túneles, habló de los horrores que presenció de niño. Las obras de arte
del museo local muestran torturas brutales y violaciones de de mujeres
coreanas por soldados estadounidenses, sus cuerpos mutilados, sus
pezones horadados con ganchos de metal.
En Occidente el
tema sigue siendo casi totalmente tabú. Uno de los principales
periodistas del Siglo XX, Wilfred Burchett, incluso perdió su ciudadanía
y se convirtió en "enemigo del pueblo australiano", en parte porque se
atrevió a describir los sufrimientos del pueblo norcoreano, unos años
después de describir los resultados del bombardeo de Hiroshima en su
emblemático reportaje de 1945, “Escribo esto como una advertencia al
mundo”.
La banda comienza a tocar otra canción militar.
Acerco la cámara a una señora de edad, con su pecho decorado de
medallas. Mientras me preparo para apretar el obturador, dos grandes
lágrimas comienzan a correr por sus mejillas. Y repentinamente me doy
cuenta de que no puedo fotografiarla. Realmente no puedo. Su cara está
totalmente arrugada y sin embargo es juvenil e inmensamente tierna. Aquí
tengo mi cara, pienso, la cara que estuve buscando todos estos días. Y
sin embargo no pude apretar el obturador de mi Leica.
Entonces
algo me aprieta la garganta y tengo que buscar en mi bolsa un pañuelo,
mientras mis lentes se empañan y por un instante no veo nada. Sollozo
sonoramente, solo una vez. Nadie lo oye gracias a la música de la banda.
Más tarde me acerqué a la mujer, me incliné y ella
me devolvió el saludo. Hicimos nuestra paz separada en medio de la
ardiente plaza principal. Repentinamente me sentí feliz de estar allí.
Los dos perdimos algo. Ella perdió más. Estoy seguro de que ella perdió
por lo menos a la mitad de sus seres queridos en la carnicería de
aquellos años. Yo también perdí algo: perdí todo el respeto y sentido de
pertenecer a la cultura que sigue dominando el mundo; la cultura que
otrora fue mía, pero una cultura que todavía despoja a la gente de sus
caras y luego quema sus cuerpos con napalm y llamas.
Es el
Sexagésimo Aniversario del Día de la Victoria en la RDPC. Un
aniversario marcado con lágrimas, canas, inmensos fuegos artificiales,
desfiles y recuerdos de fuego.
Esa tarde, después de
volver a la capital, finalmente llegué al río. Estaba cubierto de una
suave pero impenetrable niebla. Había unos amantes sentados en la
orilla, inmóviles, en silencioso abrazo. El pelo de la mujer caía
suavemente sobre el hombro de su amante. Él sostenía la mano de ella
respetuosamente. Yo iba a alzar mi gran cámara profesional, pero luego
me detuve abruptamente, de repente demasiado temeroso de que lo que mis
ojos estaban viendo o mi cerebro imaginando no se reflejaría en el visor
de las imágenes.
Andre Vltchek ( http://andrevltchek.weebly.com/ )
es novelista, cineasta y periodista de investigación. Ha cubierto
guerras y conflictos en docenas de países. Su libro sobre el
imperialismo occidental en el Sur del Pacífico se titula Oceania y está a la venta en http://www.amazon.com/Oceania-André-Vltchek/dp/1409298035 . Su provocador libro sobre la Indonesia post Suharto y su modelo fundamentalista de mercado se titula Indonesia: The Archipelago of Fear , http://www.plutobooks.com/display.asp?K=9780745331997 . Recientemente produjo y dirigió el documental de 160 minutos Rwandan Gambit sobre el régimen pro occidental de Paul Kagame y su saqueo de la República Democrática del Congo, y One Flew Over Dadaab sobre el mayor campo de refugiados del mundo.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/08/02/north-korea-celebrates-60th-anniversary-of-victory/