Los acontecimientos de los últimos días en el
país eslavo nos han creado una profunda tristeza. Tristeza al ver la
voracidad de los imperialistas para apoderarse de un país soberano y de
sus recursos. Tristeza al ver cómo manipulan los voceros de ese mismo
imperialismo. Y tristeza al ver la desorientación de cierta izquierda
ante el problema ucraniano. La imagen made in USA de “jóvenes
antisistema que luchan contra el gobierno” actúa con el doble objetivo
de dividir a una juventud comprometida cada vez más alienada,
desideologizada y simplista en el análisis; además de dar una cierta
legitimidad “popular” (tanto nacional como internacionalmente al golpe),
ha actuado como un potente medio de confusión ante una izquierda
desorientada y desideologizada. En Ucrania no hay una revolución, hay un
golpe de estado contra la soberanía nacional.
El problema ucraniano actual, la firma de un acuerdo de adhesión
finalmente no materializado con la Unión Europea, se nos ha presentado
como una encrucijada entre “Europa” y Rusia o incluso de manera más
descarada entre “democracia” y “autoritarismo”. Todo ello con una
concepción romántica como los “manifestantes antiautoritarios” y
“protestas” de fondo, sin ser analizados los actores (internos y
externos) que capitalizan dicha protesta.
Ucrania es hoy en día un Estado independiente. Tal obviedad no sería
necesaria repetirla si no fuese por el continuo machaque en presentarnos
ese país como “un territorio en disputa entre Europa Occidental y
Rusia”. Análisis de este tipo menosprecian a Ucrania como Estado y
pueblo, como si fuese incapaz de tomar sus propias decisiones. Se hacen
ver los acontecimientos de Ucrania, tanto las decisiones del gobierno,
como las protestas, como las abiertas presiones de los diferentes
mandatarios, “en clave rusa”, esto es, influenciadas por Putin y a la
manera en que pueden afectar a Rusia (los más cándidos sueñan con una
“transformación democrática del gigante ruso” influenciada por una
Ucrania en la UE). Existe también la obsesión de presentar a Yanukovich
como “prorruso”, como si no tuviese más ideología, o como si fuese un
títere del Kremlin; obviando los roces que ha tenido con el vecino ruso.
Curiosamente, este tipo de análisis que provienen de sectores
“anti-Putin”, esto es, partidarios de aislar a Ucrania de Rusia en
nombre de su presunta “soberanía”, contribuyen a crear una imagen de
Ucrania subordinada a Rusia que no se corresponde con la realidad. De
paso se justifica la colonización “europea” de Ucrania, ya que “o es una
colonia de ellos, o de nosotros”. La realidad es que Ucrania como un
país independiente tiene sus instituciones y capacidad de decisión. Hay
gente que todavía no se ha enterado de que Putin no es el presidente de
Ucrania, el presidente de Ucrania ha sido votado por los propios
ucranianos. Y ahí enlazamos con la siguiente cuestión.
Ucrania es también un Estado “democrático” de democracia formal
representativa. No entraremos a valorar ahora si este tipo de democracia
es el ideal o no, pero es algo homologable a los diversos países de la
UE: se presentan diversos partidos a las elecciones y se forman mayorías
y se eligen políticos para tomar decisiones. Organismos
internacionales, como la OSCE, reconocen que sus elecciones son limpias y
la propia Unión Europea o The Economist en su índice de la democracia
sitúan a Ucrania como uno de los países más democráticos de su entorno,
sin ir más lejos, más democrático que Georgia, país que acaba de firmar
el Tratado de libre comercio y asociación que se le ha ofrecido también a
Ucrania. Por lo tanto, el pueblo ucraniano ha elegido al presidente
Yanukovich y una mayoría parlamentaria de su partido de forma
democrática. Sus decisiones pueden gustar o no gustar, pero tiene la
misma legitimidad para tomarlas, como cualquiera de los países
considerados “democráticos”. Con lo cual, como presidente democrático de
un Estado independiente, el Presidente y el gobierno ucraniano han
rechazado firmar el acuerdo de Asociación y Libre comercio con la UE.
¿Cuáles han sido las razones de Yanukovich para no firmar el Acuerdo
de Asociación y Libre comercio con la UE? Básicamente han sido razones
de pragmatismo económico ante el saqueo que se le avecinaba. La
evidencia empírica demuestra que este tipo de acuerdos han perjudicado
seriamente la economía de países con una estructura económica similar a
la ucraniana. En este sentido, es importante entender que la UE no está
ofreciendo una integración a Ucrania, lo que le oferta es una tratado de
asociación y libre comercio (como por ejemplo ha hecho con Egipto o
Sudáfrica) sin que además, medie ningún tipo de ayuda económica o
financiación ventajosa. En cambio, a corto plazo sí que el país debería
cumplir medidas destinadas a favorecer intercambios comerciales con los
países de la UE lo que abundará en una política económica perjudicial
para la mayoría de ucranianos, como por ejemplo, la “reducción del
déficit presupuestario” (lo que se traduce como “recortes”),
congelaciones salariales, subida de las tasas del gas y limitación del
papel del Estado en este sector (privatización) y la apertura de sus
mercados interiores a los productos europeos (pero sin ser miembro de la
UE, con lo cual se encontraría en una situación vulnerable frente a los
productos-dumping europeos).
A largo plazo las perspectivas no son mucho mejores, ya que la
ruptura de la armonización aduanera con Rusia y por añadidura con el
espacio postsoviético (el comercio de Ucrania con esos países es del
orden del 40%, un sacrificio importante), pondría en grandes
dificultades a las empresas que dependen de inputs rusos o que exportan a
Rusia. Por otro lado, no se ve que los productos ucranianos pudiesen
exportarse con facilidad a los países que ya forman parte de la Unión
Europea. A largo plazo Ucrania simplemente sería periferia de la UE y,
por ello, el presidente Yanukovich ha resumido el programa para el
intento de tratado como un “intento de poner de rodillas a Ucrania”.
Quizá deberíamos escucharlo a él y a sus razones en lugar de hacer
cábalas fuera de lugar sobre la presunta maldad de Putin y sus supuestos
“chantajes” y “diplomacia brutal” (palabras del ministro de exteriores
sueco Carl Bildt, país que dicho sea de paso, impone su dominación a los
países bálticos con extrema virulencia ).
Aquí entran en juego los actores externos. Está claro que un mercado
de 45 millones de habitantes es un bocado apetecible para cualquiera y
por ellos se entienden las prisas europeas para la firma del acuerdo,
sobre todo por parte de Alemania y Polonia, tanto en la persona de los
primeros ministros Merkel y Tusk así como de los ministros de Exteriores
Westerwelle y Sikorski. Alemania y Polonia han chocado en varias
ocasiones sobre la política hacia Rusia, debido a que Varsovia
consideraba que Berlín era demasiado condescendiente con Moscú, sobre
todo debido a la dependencia teutona respecto al gas ruso. Sin embargo,
estos últimos años han entrado en sintonía, precisamente en una línea
agresivamente antirrusa. Una línea que aúna las ambiciones alemanas de
la expansión económica hacia el Este con las concepciones geopolíticas
polacas (compartidas por EEUU, el alma mater de la geopolítica
estadounidense, Brzezinski, es de origen polaco) del aislamiento total
de Rusia y el cierre de sus rutas occidentales. Así mismo puede que haya
habido un cierto ánimo de venganza por el fracaso diplomático
occidental frente a Rusia respecto a Siria, y puede ser que hayan
querido cobrarse la venganza en el terreno ucraniano. La UE incluso se
ha negado a facilitar la presencia de Rusia en las conversaciones con
Ucrania, algo que podía ayudar a armonizar los diversos intereses de ese
país, con el paradójico argumento de que esa presencia rusa “lesionaba
la soberanía de Ucrania”. Cabe destacar que la deuda que arrastra
Ucrania con Rusia es en gran parte consecuencia de los nefastos acuerdos
firmados en 2009 sobre el gas (a mediados de año se calculaban 2.200
millones de dólares) por la entonces Primera ministra Timoshenko, ella
misma empresaria del gas que se enriqueció con la venta al por menor de
los bienes estatales soviéticos tras la caída de la URSS.
A todas estas cuestiones se les sumaba que la presidencia rotatoria
de la UE estaba en manos de Lituania (no en vano la cumbre de la
“Asociación Oriental” de la UE se celebraba en Vilnius), un país
exsoviético muy alineado con Occidente y partícipe de las concepciones
geopolíticas occidentales, en cuya capital Vilnius se celebró la cumbre
de la “Asociación Oriental” de la UE. Y como corolario al asunto tenemos
el espinoso asunto Timoshenko, la ex Primera ministra encarcelada por
corrupción (fue acusada de firmar unas condiciones lesivas en el acuerdo
del gas de 2009 con Rusia precisamente, con presuntas compensaciones
personales. Por cierto, Putin fue uno de los mayores detractores de la
sentencia). Los países de la UE le han exigido a Ucrania que libere a
Timoshenko como “prueba de buena voluntad en el avance de la
democracia”, lo cual es como pedir a Estado español que libere a
Bárcenas de prisión.
Por consiguiente es básicamente a unos recortes y a unas medidas
económicas impuestas desde el exterior a lo que se ha opuesto el
Gobierno ucraniano. ¿Entonces por qué no despierta más que desprecios
esta decisión? Hay cierta izquierda que ve legítima la protesta en
Madrid o Atenas contra los recortes de la “troika” o una Bruselas
identificada con los “mercados” y presiona a sus respectivos Gobiernos
para que no se plieguen al dictado de las mismas. Pero, en cambio, no es
así si esta decisión es tomada por un Gobierno soberano aunque
periférico al sistema cultural de valores occidental, ya que en este
caso último caso esta misma izquierda se alinea con los intereses de los
poderes fácticos de la Unión Europea criticando la decisión soberana
del gobierno del Estado en cuestión (y además se suma al coro
eurocentrista que ataca el país en cuestión como “autoritario”).
Incomprensiblemente, la UE torna de ser un ente “al servicio de los
mercados” a ser un “agente de la democracia”. Sin duda alguna aquí nos
topamos con un tópico icónico en el universo de la izquierda: la
santificación de la “protesta”, la toma de partido contra “la
autoridad”. Y es precisamente cuando el enemigo utiliza la “protesta
social” para injerir y subvertir la soberanía de otro Estado cuando la
izquierda aparece inerte frente al ataque ideológico y confusionismo
propalado por el imperialismo y sus voceros.
Esta
es una de las fotos que se ha propagado por las redes sociales, en la
que se puede observar como el casco de uno de los protestantes lleva
simbología Nazi (una variación de la cruz céltica), así como el 8-8 en
su casco que significa Heil Hitler.
El grueso de este movimiento de “protesta social” consta de
pintorescos grupos que protagonizaron las revoluciones de colores
principalmente a comienzos del siglo presente. Estos grupos tienen un
perfil de militante bien definido: joven, con estudios, de pensamiento
cosmopolita (orientado a Occidente) e insatisfecho; lo cual se traduce
en un resentimiento muy fuerte contra el “poder” o quien lo detenta.
Pero, ¿y la ideología? Nada, no se conoce. Por ello, la mayoría de sus
mensajes son muy asimilables, intencionadamente escogidos por el mínimo
común: “democracia”, “derechos humanos” (siempre hacen ver que en el
país en el que actúan son mucho más violados que en países
occidentales), “fuera la corrupción” y frases por el estilo. Sin
embargo, el trasfondo ideológico real es muy pequeño. Este tipo de
movimientos “de colores” actúan en países en los que se produjo la caída
del socialismo en los 90, con la consiguiente pérdida de calidad de
vida y derechos sociales, pero apenas vemos críticas hacia el
capitalismo como modo de producción, la pobreza o el injusto reparto de
la riqueza. Tal vez eso explique la sobrerrepresentación de jóvenes de
clase media en este tipo de movimientos. Curiosamente, estos grupos
tratan de cambiar gobiernos que en algunos casos, como en Moldavia,
estaban clasificados por todo tipo de organizaciones e índices
occidentales de democracia como el más democrático de los países
postsoviéticos (exceptuando los tres Bálticos –que dicho sea de paso dos
de ellos tienes a una parte importante de la población autóctona como
apátridas por no darles la ciudadanía-), pero como gobernaban los
comunistas montaron otra de sus golpes de estado blandos. Y es que la
finalidad de estos grupos sea explícitamente o implícitamente siempre es
impulsar las políticas neoliberales, tal y como demuestra la realidad
empírica, todos los cambios de gobiernos que han logrado implementar han
tenido como resultado un impulso decidido de las políticas
neoliberales.
La ausencia de la crítica al capitalismo real (no al capitalismo
icónico según la concepción post-materialista y post-moderna), como
medio de producción y sociedad de clases (en efecto, la desaparición de
la URSS y el desastre consiguiente son conceptos ajenos al análisis
político de estos grupos, es más en Kiev han derribado la estatua de
Lenin), explica más cosas que las que parecen a primera vista. De hecho,
todos estos movimientos de colores se basan en manuales del teórico
estadounidense del “conflicto no-violento” llamado Gene Sharp. Este Gene
Sharp, quien es la cabeza del Instituto Albert Einstein con sede en los
Estados Unidos, es quien ha inventado una nueva técnica de lucha
política: las manifestaciones y la llamada “presión popular” serían los
sustitutos del golpe de Estado; la “no violencia” la alternativa a la
intervención militar. Sin embargo, detrás de esa imagen romántica
(romántica de verdad, ya que estos nuevos “disidentes” en muchas
ocasiones no tienen empacho de utilizar iconografía tradicionalmente
relacionada con la izquierda o el anticapitalismo, como el puño cerrado o
palabras como “poder popular” o “desobediencia civil”), se esconde otra
cosa: la ambición de una poderosa red estadounidense de ONGs para
cambiar por la fuerza a Gobiernos de Estados “inconvenientes” (una
realidad no ocultada, tal y como se puede ver en el documental “Estados
Unidos a la conquista del Este” en el que los jóvenes del Este y los
financiadoras e impulsores de la estrategia desde EEUU se confiesan sin
rubor alguno).
Esas redes u organizaciones informales, con amplia base juvenil, casi
todos con acceso, conocimiento y costumbres tecnológicas (su puerta de
entrada hacia el anhelado “Mundo occidental”) y con una aparición y
crecimiento repentinos (esquema que se ha repetido en todos los países
donde ha habido alguna “revolución de colores”, protagonizadas por
organizaciones prácticamente inexistentes varios meses antes de
producirse dichas rebeliones), tal y como ellos mismos afirman no son
para nada espontáneas. Esas organizaciones y su “crecimiento repentino”
se basan en sobre todo en dos vectores: en las conexiones
internacionales y en el “entrenamiento” de los jóvenes activistas
opositores. En cuanto al primer vector son claras las conexiones de
estas organizaciones y del Instituto Albert Einstein con ONGs muy
importantes estadounidenses y europeas, tales como la NED o la Fundación
por una Sociedad Abierta de George Soros. Ya lo dijo el mismo Sharp:
“Hacemos abiertamente lo que hace 20 años hacía la CIA encubiertamente”.
Con la ventaja añadida de contar con una imagen más democrática: es
mucho más “vendible” una manifestación de jóvenes idealistas agitando
banderas que un golpe de Estado de una banda de militares corruptos. Sin
embargo el objetivo sigue siendo el mismo, el cambio de un Gobierno por
la fuerza. No es la desaparición de la inteligencia encubierta en las
pugnas geopolíticas, sino su desarrollo cuasiperfecto, hasta al punto de
manipular movimientos de masas. Cuestión de eficiencia: ya lo dijo
Clausewitz: “la política es la continuación de la guerra por otros
medios”. Si vemos que destacados políticos como el Ministro de
Exteriores alemán Guido Westerwelle o la Subsecretaria para Asuntos
Europeos de la Secretaría de Estado de EE.UU. Victoria Nuland han
participado en las movilizaciones, Catherine Ashton se ha fotografiado
con los “líderes de la oposición” (incluido el ultraderechista Oleh
Tyahnybok), y las cancillerías occidentales han llamado a Ucrania que
“escuche y/o a las protestas populares” (cosa que los demandantes no
suelen hacer con las protestas populares de sus países); se nos plasma
claramente el adagio clausewitziano: las protestas actúan como una
extensión de la ofensiva diplomática occidentalista.
El segundo vector es el mismo patrón de comportamiento: logos
llamativos e identificativos que priman por encima de la ideología,
campañas virales, la inevitable caja de resonancia en la prensa (prensa
mainstream se entiende) que les presenta como (únicos) “disidentes” y
como “ejemplo para el mundo” (con lo cual penetran en la conciencia de
la izquierda de otros países), manifestaciones en apariencia “pacíficas”
(con asaltos a edificios oficiales incluidos), etcétera. Este mecanismo
ya se puso en marcha en 2004 en Ucrania, durante la llamada “Revolución
Naranja”, que trajo la imposición de un gobierno pro-occidental que fue
un auténtico fracaso. La prueba piloto se hizo en el 2000 en Serbia,
contra el Gobierno de Slobodan Milošević. El golpe fue preparado por el
grupo Otpor (Resistencia), cuyos líderes han sido encargados de “dar
clases de resistencia pacífica” a los activistas en diversos países bajo
el nuevo nombre de “Centro para la Aplicación de Estrategias No
Violentas” (CANVAS). “Veteranos” de Otpor han sido vistos en Ucrania
durante estos días. Srdja Popović, ex líder de Otpor, es un empleado de
Stratfor, la “consultora de análisis internacional” cercano a la CIA.
Por tanto tenemos a unos “revolucionarios” no tan autónomos en su papel,
sino más bien, ejecutores de otros intereses, cuya función es sacar la
foto de “protesta de masas”. En Ucrania, durante la “revolución naranja”
esta organización análoga a y entrenada por Otpor! Se llamaba “Pora!”
(“Ahora”). El legado de Pora! en estas protestas es visible, pero la
renovación de la marca se ha dado a través de Femen, supuesto grupo
feminista y “sextremista”, cuyas protestas políticas se centran en
Putin, en el presidente bielorruso Lukashenko, y ahora en el presidente
ucraniano Yanukovich (pero jamás en Merkel, Cameron, Obama u Hollande).
Sin embargo, una cosa que tienen clara todas estas organizaciones es
el derrocamiento del Gobierno de turno. Es algo que en Ucrania se ha
visto, con una violencia inusitada: uso de excavadoras contra la
policía, uso de gases, cocteles molotov, bengalas, asalto violento al
Parlamento ucraniano y al Ayuntamiento de Kiev, algo que en cualquier
país de la Unión Europea (o como en Tailandia, como está sucediendo
ahora) a la que aspiran en nombre del “antiautoritarismo” sería disuelto
sin contemplaciones (con pelotas y balas de goma por ejemplo), no dando
la callada por respuesta como ha hecho la policía ucraniana (según
datos de Amnistía Internacional, organización que no es precisamente
simpatizante de Yanukovich, hay más heridos policías que manifestantes).
Y están dispuestos a conseguirlo cueste lo que cueste. En Ucrania ese
precio se llama Svoboda, el partido de ultraderecha (sus invectivas
racistas contra rusos y judíos son palmarias, así como su reivindicación
de los colaboracionistas pronazis y antisoviéticos de la II Guerra
Mundial) ahora presente en el parlamento. En la manifestaciones las
banderas azules con el logo de Svoboda o las banderas rojinegras de la
UPA, el ejército colaboracionista antisoviético de la II Guerra Mundial
son bien visibles, así como la aparición del líder ultra Oleh Tyahnybok
en las tribunas junto a “respetables demócratas” opositores.
Intentan confundirnos, mistificarnos, ocultarnos la realidad. No es
una protesta por la democracia, sino lucha geopolítica. Hoy Ucrania está
en una encrucijada, pero no en la encrucijada entre Europa y Rusia o
entre democracia (a manos de corporaciones occidentales y
ultraderechistas) y “autoritarismo” sino entre soberanía nacional y
política económica soberana y colonización europea. La izquierda debe
posicionarse en coherencia.
Jon Kortazar Billelabeitia, Asier Blas, Axier Lopez, Beatriz
Esteban, Ibai Trebiño, Joseba Agudo, Marikarmen Albizu, Nerea Garro,
Ruben Sánchez Bakaikoa, Xabier De Miguel.
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