Ya pasaron las elecciones. Desde el día siguiente, aparecieron por la
izquierda y por la derecha los opinólogos de oficio a desentrañar el
significado de las votaciones con análisis sacados del sombrero de un
mago. Que la paz sí, pero Santos no; que el país está derechizado; que
la derecha buena y la derecha mala; que el lobo uribista se viene; que
las FARC-EP deben ser más autocrítica, que deben acelerar o desacelerar,
opinar más u opinar menos; que cese al fuego unilateral o bilateral;
que guerra o paz; que menos minas y más bombardeos; que mano más dura y a
la vez más blanda. La triste realidad es que los resultados electorales
son como un espejo mágico en el cual cada quien puede ver lo que quiera
ver. En las próximas semanas, sin lugar a dudas, que tendremos más
sesudas conclusiones escritas desde el “país político”, ríos de tinta
que tratan de sacar conclusiones de donde no se pueden sacar muchas
porque en realidad las elecciones no significan nada para la mayoría del
país.
En verdad que estas elecciones demostraron, como pocas, el enorme
abismo que hay entre el país político y el país nacional, para utilizar
esa pertinente dicotomía desarrollada por Gaitán. Mientras algunos se
quiebran la cabeza por descifrar el mensaje de los votantes, la realidad
es que la inmensa mayoría del país no votó.
Desde la distancia, miraron
las elecciones con asco, repugnancia, hostilidad, apatía o
indiferencia. A veces con más de uno de estos sentimientos mezclados.
Recorrimos, hace poco, varios puntos del país, hablando con
organizaciones y comunidades sobre la situación de derechos humanos y
sociales. Desde la costa, hasta el centro y el suroccidente. En casi
todas partes escuchábamos a la gente del pueblo raso decir que no
votarían. Por ninguno. Porque no creían en el sistema, porque les daban
asco las instituciones corruptas, porque para qué. Cada cual tenía sus
razones. Aclaro que no estamos hablando de gente apática, sino de gente
con la suficiente conciencia, gente organizada, gente que ha luchado,
que se ha movilizado, gente capaz de mamarse horas en una reunión. Y que
miran con distancia a un país político del que, sencillamente, no se
sienten parte.
Que un 60% de las personas habilitadas para votar no lo hayan hecho,
es algo bastante diciente. Uno podrá valorarlo como quiera, decir que al
pueblo le falta conciencia, que no entiende, pero lo cierto es que hay
que ponderar esta situación y sacar de ella las conclusiones que hagan
falta para seguir impulsando la lucha popular. Porque de eso se trata:
de ver cómo con las fuerzas que se tienen, con la idiosincrasia
realmente existente, logramos articular un proyecto de cambio viable y
ambicioso, radical y realista a la vez.
En el último lustro se ha venido dando un escalamiento del conflicto
social que no se tradujo en las urnas, pese al digno desempeño de la
dupla López-Avella. Es más, en el contexto electoral, el alza de las
luchas populares se desaceleró y perdió la iniciativa que venía
demostrando hasta ese momento. Prueba de ello fueron los destiempos,
descoordinaciones y la fuerza muy por debajo de lo anticipado que se vio
en el pasado paro agrario. Que los resultados del paro puedan ser
leídos como una victoria popular [1] , dicen más de la debilidad del
régimen, que el movimiento popular supo explotar con habilidad política,
que de la fuerza neta con la que se llegó al momento de lanzarse a las
calles en mayo.
Esa misma sensación de pérdida de iniciativa política es la que me
queda, como un sabor amargo en la boca, cuando leo artículo tras
artículo, el debate sobre qué hacer para la segunda vuelta. Es como si
la oligarquía estuviera dictando la agenda política para los
movimientos. Cada cual tiene su parte de razón. Los que dicen que hay
que votar por Santos porque es menos troglodita que Zuluaga, así sea que
lo hagan con asco o con miedo. Los que dicen que votar por Santos no es
apoyarlo a él, sino que votar por la solución política al conflicto.
Los que dicen que los dos son igualiticos y que Santos es un traidor que
en cualquier momento puede patear la mesa. Los que dicen que van a
votar en blanco por dignidad –más valioso aún cuando la dignidad está
tan pisoteada. Los que no se van a molestar en salir ese día a votar
porque el que escruta elige, y los dados ya están echados. Todos tienen
un poco de razón y son respetables, salvo los chantajistas iluminados
que desde su pedestal declaran que quienes no voten por Santos serán
responsables -por su supuesto egoísmo- del surgimiento del fascismo.
Pero aunque en su mayoría los argumentos tienen todos un poco de razón,
el problema en realidad es otro: en un día de comicios no se decide el
destino de Colombia. Eso está bien claro tras dos siglos de historia
republicana. Al final, se decidirá lo que sea conveniente para los EEUU y
las élites colombianas, como se viene haciendo desde siempre en esta
política cerrada, oligárquica, por arriba.
Por supuesto, cada cual es libre de decidir qué hará para la segunda
vuelta, y sea lo que sea que se decida hacer ese día, habrá un poco de
razón que acompañará esa decisión. Pero lo importante es tener
conciencia de que lo que realmente decide es la lucha, no de un día,
sino en un lapso más amplio, con ritmos distintos a los marcados cada
cuatro años por los formalismos seudo-democráticos de fachada del
régimen. La organización popular, desde abajo, desde los barrios, desde
el campo, desde las escuelas, desde las empresas es lo que decide. Hay
que alimentar ese ímpetu que ha caracterizado al movimiento popular y
que cada quien ha tratado de capitalizar a su modo. En vez de llevar
agua para el molino propio, debemos empujar a ese río manso para que
poquito a poco se enfrente al mar. Debemos pugnar por recuperar y no
soltar la iniciativa en el único terreno dentro del cual el pueblo puede
decidir en Colombia: en el terreno de la lucha de clases. No hay que
permitir que el adversario de clase decida cuál es el terreno en el que
se libra la batalla. Desde luego que aparecerá gente en el mismísimo
campo popular a decir que no es conveniente luchar, que hay que estar
tranquilos y ver qué pasa. Probablemente saldrán hasta a dar,
nuevamente, una tregua al nuevo presidente. Existe una sobrevaloración
de lo superestructural en un sector influyente de la izquierda. Y ahí es
donde el pueblo tiene que tener claridad de cuál es la naturaleza real
de su lucha.
Claro, la lucha siempre es inconveniente, disruptiva, molesta,
polarizante. Pero es que de eso se trata: de molestar, de confrontar los
proyectos antagónicos, de fracturar el orden oligárquico insoportable y
aplastante, para poder abrir espacios desde donde construir un orden
alternativo. Las conquistas populares, sea la paz, sea lo que sea, hay
que saber defenderlas en las calles porque las urnas jamás serán una
defensa eficaz. Solamente así lograremos realmente conquistar el corazón
de ese 60% del país nacional que mira a la distancia las elecciones.
Solamente la lucha decide, esa es la gran verdad que no hay que olvidar
ni en primera, ni en segunda, ni en tercera ni en las vueltas que sean.
NOTAS:
[1] Ver, por ejemplo, el siguiente análisis
http://prensarural.org/spip/spip.ph...