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Despedida de Cristian Pérez - Sí a la Paz

Colombia: Falsa Democracia

Colombia: Falsa Democracia
Falsa democracia

RECOMENDADO CAMBIO TOTAL

[Colombia] Falsa democracia II: la democracia burguesa

Hernando Vanegas Toloza, Postales de Estocolmo. En el artículo de ayer abordamos, someramente, la historia de la democracia burguesa ...

Hey loco, No dispares!

Vamos a Cuentiarnos la Paz

LOS RICOS NO VAN A LA GUERRA

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Los culpables de la guerra o con quien hacer la Paz

Domínico Nadal, Cambio Total.

Desde luego que sabemos quienes son los que han desatado y perpetuado el estado de guerra interna en Colombia. En sus hombros recae la responsabilidad histórica y en algún momento tendrán que mostrar la cara.

Desde luego que sabemos que el último poder reside en el imperio ante el cual están arrodillados los oligárquitos o sus mandaderos. Si la cosa fuera meramente entre colombianos hace ratos se hubiera dilucidado la cosa. Por esa razón, también enfatizamos que los segundos responsables del drama humanitario que sufre el pueblo, desatado por la guerra interna, son los inquilinos de la "Casa de Nari", quienes gustosamente aplican todas las recetas y planes que les entregan los imperialistas del norte.

En tercer lugar, los responsables son la mal llamada "clase política", aupadora de todas las corrupciones, desde la corrupción común, la del chanchullo y el serrucho, pasando por la corrupción electoral hasta llegar a la alianza impúdica con el narco-paramilitarismo, el cual actúa de la mano de las fuerzas militares.

De lo anterior se colige que las fuerzas militares-narcoparamilitares estatales, como aparato de represión del pueblo, es el directo responsable de los miles de ejecuciones extrajudiciales, de las masacres, de las desapariciones y del desplazamiento de 5,7 millones de colombianos.

Evidentemente que para hacer la Paz hay que hacerla con esa caterva de asesinos, mas hay asesinos de asesinos. Hay asesinos que aplican las órdenes emanadas de los centros de poder y hay asesinos que tienen directamente ensangrentadas sus manos de sangre de pueblo, inocente, inerme, desarmado. Nunca sería posible estrechar por parte de la insurgencia armada, por parte de los líderes sindicales y populares, las manos de mafiosos asesinos como Uribhitler, como bien lo han dicho las FARC-EP. Así como en El Salvador -nos recuerdan en un artículo que subimos hoy- era imposible hacer la Paz con D'Abuisson, así en Colombia la Paz jamás podría firmarse con Uribhitler -más conocido como Uribe Vélez-, y contando con las informaciones de hoy día tampoco con Andrés Pastrana.

Evidentemente que la Paz podría haberse firmado con el clase media elevado a oligarca por la misma oligarquía, César Gaviria Trujillo, o con un oligarca de pura cepa como Ernesto Samper. No se firmó con ellos porque ellos nunca quisieron la Paz.

En las condiciones actuales se podrían firmar los Acuerdos de Paz con Juan Manuel Santos si es que el quiere -y lo dejan los gringos y los "enemigos de la Paz-, y de querer no le basta los discursitos insulsos hablando de Paz, sino que tiene que ponerle verraquera para adelantar esos Acuerdos que se lograrían, los cuales contemplan la "modernización" del decrépito y derruido estado.

Que conste que todavía no estamos hablando de Socialismo o de revolución. Apenas estamos hablando de modernización porque en Colombia la oligarquía por mandato de los imperialistas del norte ni siquiera han permitido que lo "normal" de un estado burgués lo desarrollen y como se dice por ahí, el adelantar lo "normal" en este estado burgués casi que se convierte en una "revolución", que no es tal sino apenas unas reformas para hacer que en la democracia burguesa puedan vivir civilizadamente todos los colombianos sin distingo de posición de clase, dinero, raza, religión o ideas políticas.

Será que habrán entendido o tocara volvérselo a repetir...

Resonancias de El Salvador en Colombia



Siempre es difícil extrapolar dos realidades distintas, como en este caso son Colombia y El Salvador. No obstante, el hecho de que el país suramericano se encuentre ahora más próximo que en intentos anteriores de lograr la reincorporación de la insurgencia a la vida civil trae resonancias hacia Centroamérica y no son pocos los análisis que, desde Colombia, fijan su atención en los procesos de paz centroamericanos. Valga la experiencia salvadoreña para contribuir a la reflexión en torno del proceso colombiano y sus expectativas. Son muchos los rasgos que particularizan a Colombia. Si bien el surgimiento de las guerrillas coincidió con su aparición en toda América Latina, durante las décadas de 1960 y 1970, las colombianas son las únicas del continente que vienen desde entonces desafiando al Estado y continúan haciéndolo hasta hoy. A ello hay que agregar el fortalecimiento e impunidad del paramilitarismo y el narcotráfico como fenómenos que complejizaron la ya complicada situación colombiana. Se trata de actividades que han permeado profundamente en la realidad económica, política, social y cultural del país, al grado de atentar contra la cohesión nacional, trastocando los valores y desdibujando las fronteras morales.
Sin desconocer las diferencias, dos elementos fundamentales acercan a las realidades colombiana y salvadoreña: la injusticia social y los blindajes con los que las fuerzas retardatarias han protegido el sistema político de cada nación. Al problema de pobreza estructural, que en los dos países se encuentra en la base de los sangrientos conflictos que los caracterizan, se agrega la negativa de los sectores ultra conservadores a permitir la participación de las fuerzas de la izquierda en la escena política. Ejemplos particularmente dramáticos de esto último se presentaron en El Salvador de la década de 1970, cuando, en dos ocasiones, los gobiernos militares acudieron a burdos fraudes electorales para impedir el arribo de una coalición de centro izquierda (la Unión Nacional Opositora, UNO) al Ejecutivo; y en la Colombia de 1980, cuando la casi totalidad de los miembros del partido Unión Patriótica (UP) fue aniquilada. Surgida en el marco de la negociación que el gobierno de Belisario Bentacur (1982-1986) adelantó con las fuerzas rebeldes, la UP nació como brazo político de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con un programa a favor de la paz y la profundización de la democracia. Pese a que el Estado colombiano se comprometió a garantizar el accionar político de la UP, dos candidatos presidenciales de este partido, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y alrededor de 5.000 de sus militantes fueron sometidos a exterminio físico y sistemático por grupos paramilitares, miembros de las fuerzas de seguridad del estado (ejército, policía secreta, inteligencia y policía regular) y narcotraficantes. Dicho exterminio no solo ha sido negado por los sucesivos gobiernos colombianos y de ese modo dejado en la impunidad, sino que se reeditó, bajo la política de “seguridad democrática”, durante los dos mandatos de Álvaro Uribe (2002-2006, 2006-2010), dejando al menos 150 militantes de la UP asesinados o desaparecidos.
En los dos países el saldo del conflicto armado es atroz. En El Salvador, con una población actual de casi 6.3 millones de habitantes, se registraron 80 mil muertes por causa de la guerra civil, 500 mil desplazados internos y 500 mil personas que debieron migrar al exterior por razones políticas. En Colombia, que actualmente cuenta con 47.7 millones de habitantes, se habla de más de 500 mil víctimas del conflicto y de la mayor cantidad de desplazados internos en el mundo: cerca de 6 millones de personas. En los dos países la guerra instaló lógicas, moldeó mentalidades e imprimió en la cultura política rasgos propios de la confrontación. También en El Salvador la ultra derecha negaba —y continúa haciéndolo— la existencia de un conflicto armado interno, aduciendo que se trataba de un “complot internacional” al cual había que darle un tratamiento policíaco. Perseguir, torturar, desaparecer y aniquilar a todo adversario político fue la solución encontrada por sectores de la Fuerza Armada y de la clase terrateniente para enfrentar lo que consideraban la “amenaza comunista”. El gran caudillo de la extrema derecha de El Salvador fue el líder paramilitar Roberto D’Aubuisson, quien aglutinó en torno suyo a las fuerzas más obscuras del país para liquidar a buena parte de los mandos medios de las organizaciones populares y a humanistas y religiosos de la talla del Arzobispo de San Salvador, Monseñor Óscar Arnulfo Romero. Ese es el origen del partido ARENA.
El interés geoestratégico de Centroamérica para Estados Unidos y el delicado momento histórico en el que se desarrolló la guerra civil salvadoreña (durante la última década de la Guerra Fría), hicieron que la Casa Blanca impidiera el arribo del mayor Roberto D’Aubuisson al Ejecutivo del pequeño país. Fue entonces cuando emergió Alfredo Cristiani, expresión de una nueva generación de la clase empresarial salvadoreña interesada en terminar con el conflicto para implementar, sin obstáculos, el modelo neoliberal. Se trató de la política económica impulsada por ARENA, a lo largo de 20 años de posguerra. Fue el aristocrático Cristiani, legitimado por los réditos que le proveyera el haberse convertido en “presidente de la paz”, quien puso a El Salvador en las garras del capitalismo salvaje.
Aunque al salvadoreño D’Aubuisson y al colombiano Uribe los diferencia el hecho de que el primero era un militar y el segundo es un universitario que ostenta un título de Harvard, ambos son expresión del sector más conservador de su respectivo país, ligado a la propiedad de la tierra. Cristiani, en El Salvador, y Santos, en Colombia, representan, en cambio, a los grupos modernizantes dentro de las oligarquías que migraron del latifundio hacia el sector financiero. Las fuerzas enfrentadas durante los últimos comicios en Colombia son esas: la ultraderecha paramilitar terrateniente y la derecha oligárquica financiera. Pero derecha al fin. Por eso no les faltaba razón a quienes, en medio de la enorme controversia generada por el triunfo del uribismo en la primera vuelta, optaron por la abstención o llamaron al voto en blanco como un modo de enfatizar que, en materia socioeconómica, Santos y Uribe son dos caras de la misma moneda. Incluso en el ámbito militar no está de más recordar que Santos, no solo fue el ministro de seguridad durante la segunda administración de Uribe, sino que, desde que es presidente, y aún mientras adelanta negociaciones con las FARC, no ha cejado en su intento militarista de diezmar a la guerrilla.
En El Salvador de principios de los noventa hubiese sido imposible para el insurgente Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) firmar la paz con alguien como D’Aubuisson, máximo líder de aquellos que aseguraban que “negociación es traición” y para quienes la única manera de acabar con el problema de la guerrilla era liquidando a sus miembros (simpatizantes y sospechosos de simpatizantes, inclusive). Con todo y las tensiones que esto supuso para Cristiani, fue con él con quien los Acuerdos de Paz fueron posibles, porque sus intereses económicos superaron los resquemores políticos que la negociación suscitó. Después de la firma de la paz y, en gran medida, gracias a los réditos políticos que esa paz le supuso a ARENA, la larga noche neoliberal duró 20 años. Dos décadas a lo largo de las cuales la guerra política cedió su lugar a una guerra social que puso a las pandillas juveniles en el centro de la escena.
En los albores de la guerra civil, en el año 1970, la posibilidad de que un gobierno popular rigiera los destinos de El Salvador parecía remota, prácticamente inalcanzable. Sin embargo, en 2009 esa quimera se hizo realidad. En 1992, el FMLN se convirtió en partido y, gracias a su habilidad para mantenerse cohesionado, pasó a ser la segunda fuerza política del país. Desde entonces ganó peldaños en la Asamblea Legislativa, se agenció importantes alcaldías, incluida la de San Salvador en varias ocasiones, hasta que, finalmente, accedió a la presidencia, logrando un traspaso de mando. El 1º de junio de 2014 el periodista Mauricio Funes cedió la banda presidencial a Salvador Sánchez Cerén, un ex comandante guerrillero.
A juzgar por ese antecedente, tampoco faltó razón al amplio sector de la izquierda colombiana que votó por Santos y gracias al cual éste consiguió ser reelecto. Dichos votos deben leerse como votos a favor de la continuidad del proceso de paz que se desarrolla en La Habana. Pero es importante que el alivio ante la derrota del paramilitarismo y el entusiasmo por la posibilidad de concretar la negociación con las guerrillas no haga perder de vista que ni Santos ni los Estados Unidos se muestran favorables hoy al diálogo por altruismo. ¿Qué intereses económicos persiguen la derecha financiera y la primera potencia del continente en la salida negociada del conflicto colombiano? ¿Por qué si hasta hace tan poco, apenas en el gobierno anterior, Washington apostó todo a la guerra, por medio del Plan Colombia, ahora está apostándole a la paz? Las respuestas a estos interrogantes se irán esclareciendo en el futuro inmediato. Mientras, es necesario subrayar que solo la continuidad de la lucha popular y la visibilidad del horizonte de justicia social servirán de brújulas al doloroso proceso colombiano e impedirán a su búsqueda de paz naufragar en el electorerismo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

No discutas con un uribista, regálale un libro

Por Joaquín Robles ZabalaVer más artículos de este autor

En el exterior, muchos no entienden que un señor con un largo prontuario de señalamientos delictivos pueda tener vida política y ser elegido presidente de un país.

Foto: SEMANA

Los casi siete millones de votos obtenidos por Óscar Iván Zuluaga en los recientes comicios presidenciales demuestran en parte la gran aceptación que tiene aún el expresidente Álvaro Uribe entre una enorme masa de votantes colombianos. Demuestra que casi siete millones de compatriotas les ha im
portado un bledo las acusaciones que se le han formulado sobre los asesinatos extrajudiciales de campesinos disfrazados de guerrilleros, sobre las interceptaciones ilegales de teléfonos a periodistas y opositores políticos durante los ochos años de su gobierno, sobre la conformación de grupos paramilitares y sus estrechos vínculos con personajes oscuros, investigados por la Fiscalía y condenados por la justicia por tráfico de estupefacientes, masacres selectivas y desplazamiento forzado de miles de colombianos.

Desde el exterior, nadie entiende que un señor con un largo prontuario de señalamientos criminales pueda, en primera instancia, tener vida política y, en segunda, ser elegido presidente de un país democrático y reivindicado luego como senador de la República. Nadie entiende que la justicia colombiana no haya iniciado una verdadera investigación que permita aclarar su participación o no en dichos eventos que van en contravía de la Carta Magna de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario, firmada por todos los países que conforman la Organización de las Naciones Unidas.

Hace treinta años, Noam Chomsky, lingüista y activista político norteamericano, publicó un libro que lleva por título ‘El conocimiento del lenguaje’. En él, el reconocido lingüista volvía al viejo dilema planteado por Platón y George Orwell [1948], en el que el primero intentaba explicar cómo a partir de nuestras experiencias limitadas llegamos a conocer tanto del mundo y utilizar la naturaleza a nuestro servicio. El segundo pretendía darle luz al problema de cómo conocemos tan poco del mundo si disponemos de mecanismos y evidencias tan amplios como para alcanzar las estrellas.

El dualismo feroz en Colombia radica en que siendo un país inmensamente rico, tenga casi el 50% de su población sumida en la pobreza. El otro dilema me lo ha formulado un grupo de colombianos que reside en el exterior, lectores de esta revista,  preocupados por la situación política que vivimos y que les resulta difícil entender cómo la justicia colombiana, teniendo tantas evidencias en torno a las denuncias que se le han formulan al expresidente, no haya podido sentarlo en el banquillo de los acusados. Y, por contrario, el Estado tenga que destinar 4 mil millones de pesos del presupuesto de los ciudadanos para su seguridad personal y la de su familia.

Las respuestas a estos dilemas se han intentado dilucidar desde la academia y la prensa, pero han resultado poco satisfactorias. Hace unos años, la Asociación Colombiana de Psiquiatría realizó un extenso estudio que le permitió llegar a la conclusión de que 4 de cada 10 colombianos sufría de algún trastorno mental que no le permitía actuar bajo los parámetros normativos sociales. 

Cecilia Orozco Tascón, en un reciente artículo del diario El Espectador, intenta darle claridad a esta situación afirmando que Colombia padece de alzhéimer, una enfermedad que deteriora el sistema nervioso y lleva irremediablemente a quien la sufre a olvidar hechos trascendentales de su vida, hasta el punto de no poder recordar ni su propio nombre. Asimismo, hacía referencia a la expresión chomskiana de la “pedagogía política del miedo”, una estrategia empleada por los gobiernos seudodemocráticos del mundo para no llegar al uso violento y sistemático de la fuerza física y evitar así que los ciudadanos cuestionen abiertamente sus decisiones.

Para el lingüista estadounidense, esto se alcanza mediante el control del marco ideológico, a través del cual se les da a los ciudadanos la ilusión de que existe el derecho a discutir las decisiones del Estado. No obstante, aquellos que alzan verdaderamente su voz y cuestionan las medidas adoptadas por el sistema, son marginados y violentados, tanto en lo físico como en lo psicológico. 

Son apartados, ninguneados, y se les instaura una campaña de desprestigio para restarles credibilidad a sus pronunciamientos. Para llevar a cabo esto, es necesario tener el control de los medios de comunicación, principalmente aquellos que están en manos del capital privado y que cuentan con cierto grado de credibilidad entre la población, ya que mantienen el rótulo de medios independientes.
Lo anterior, sin embargo, solo nos da parte de la respuesta a ese dualismo que vivimos, y apenas nos aclara algunas estrategias utilizadas por el caudillo, pero no nos dice nada del por qué no está preso.

Hace poco, recibí una nota de Jorge Iván Granada Velásquez, un humilde profesor que vivió gran parte de su vida en Chicago. Para él, la razón es sencilla: los Estados Unidos no lo desean porque el caudillo es un perro faldero de las políticas de Washington. Ha sido uno de los pocos mandatarios de la región que se opuso a las políticas “castro-chavistas” y el único gobernante latinoamericano en recibir a través de un programa de guerra como el Plan Colombia la suma de 800 millones de dólares para gastarlo en bombas y fusiles. Cree que, como todos los antiguos colaboradores del gran imperio, la CIA le tiene un extenso archivo de todos sus crímenes, el cual desclasificará cuando ya no lo necesite. Entonces, solo así, podremos verlo vestido de rayas, y probablemente extraditado al país del Norte, como ocurrió con el general Manuel Antonio Noriega. 

En Twitter: @joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com
*Docente universitario.

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